3-7-17 Biodiverdidad ALat
Los cuidados que sostienen al mundo
"¿Cómo es posible que con menos de un cuarto de toda la tierra agrícola
del planeta, los pueblos y comunidades campesinos provean casi 70% de la
alimentación que nos mantiene con vida como humanidad? Esos pueblos,
comunidades y colectivos calumniados de obstaculizar la modernización,
despliegan una potencia que no se enfoca solamente en arrancarle la
comida a los suelos. Son quienes aún mantienen un tramado de prácticas y
saberes que persiste pese al embate modernizador de los gobiernos, de
las agencias de financiamiento y de las mega-corporaciones."
» LA AGRICULTURA INDUSTRIAL SE ENFOCA SÓLO EN 12 ESPECIES. UN NUEVO
CULTIVO BIOTECNOLÓGICO PUEDE LLEGAR A COSTAR 136 MILLONES DE DÓLARES.
LAS REDES CAMPESINAS MANEJAN MÁS DE DOS MILLONES DE VARIEDADES Y LAS
DESARROLLAN SIN COSTOS COMERCIALES
El acuciante problema de la crisis de alimentación en el mundo se
esboza en muchos lados como insuficiencia de alimentos pues la población
crece exponencialmente y “no habrá comida que alcance”. Según los
expertos, más de 800 millones de personas padecen hambre y más de la
mitad de la humanidad tiene problemas relacionados con la alimentación.
Quienes brindan una solución a esa crisis, quienes subsanan la
subsistencia de la mayoría de la humanidad, son esos pueblos y
comunidades campesinas, acusadas de atrasadas e ineficaces, los pueblos
vernáculos del mundo.
Más del 90% de las y los agricultores del mundo son campesinos e
indígenas, pero acceden a menos de la cuarta parte de la tierra agrícola
mundial, según datos de GRAIN. Y sin embargo, con ello producen entre
el 50 y el 70 por ciento de la comida que mantiene viva a la gente.
Sustentos básicos (cereales, leguminosas, tubérculos) pero también
animales, frutas y hojas verdes que se distribuyen en mercados locales
en cantidades importantes, total o parcialmente al margen del mercado, y
llegan a sitios inaccesibles para los contenedores rodantes que
distribuyen los paquetes de alimentos procesados.
Si asumimos la perspectiva de Adolfo Gilly sobre los historiadores a
contrapelo que develan que casi la totalidad de la actividad económica
la realiza una inmensa mayoría de seres humanos sin lugares prominentes
en las cifras oficiales, ni en las inteligencias de derecha o izquierda,
ni en los liderazgos de opinión, ni en los debates entre élites, es
fácil comprender que la mayoría de la alimentación que nos mantiene con
vida la provee esa miríada de redes campesinas y urbanas de
subsistencia, rompiendo así el monopolio radical del pensamiento que
presupone que sólo la industria puede resolver el problema de alimentar a
una población planetaria cada vez más numerosa.
Se trata de pueblos con diversos grados de autonomía, de soberanía en
lo que permanece de sus mundos vernáculos, pero también se trata —y esto
es muy sorprendente— de colectivos que quieren darle la vuelta a vivir
comprando todo: organizaciones en el campo y en la ciudad, personas y
colectivos que de alguna forma quisieran ser como los pueblos
vernáculos.
El Grupo de Acción sobre Erosión, Tecnología y Concentración (Grupo
ETC) se planteó recientemente preguntas como quién nos alimenta hoy,
cuánta diversidad alimentaria tenemos y cuidamos, cuál es el estado de
los bosques, qué nos está ocasionando la industrialización de la comida,
cómo se usa la energía para producir alimentos, cuánta comida se
desperdicia, cuál es la relación entre trabajo, salud y producción
industrial o campesina. Y estas son algunas de las respuestas:
Hoy, con un cuarto de la tierra agrícola a nivel mundial y con 30% de
los recursos mecánicos, hídricos, fertilizantes y combustibles, las
redes de subsistencia (campesinos, pastores, pescadores artesanales,
recolectores y sus combinaciones), junto con la agricultura urbana,
producen mayor cantidad, diversidad y calidad de alimentos que las
cadenas de la agricultura industrial.
La agricultura industrial se enfoca sólo en 12 especies. Un nuevo
cultivo biotecnológico puede llegar a costar 136 millones de dólares.
Las redes campesinas manejan más de dos millones de variedades de
plantas y animales, y los desarrollan sin costos comerciales. La pesca
industrial captura 360 especies y cultiva en cautiverio otras 600. Los
pescadores artesanales cosechan 15 mil especies de agua dulce y un
número desconocido de especímenes marinos. Más de mil quinientos
millones de habitantes se alimentan de pesca no comercial.
El mercado de productos maderables promueve plantaciones de 450
especies mientras que los habitantes de los bosques cuidan más de 80 mil
tipos de árboles, arbustos, trepadoras y plantas medicinales.
Se calcula que mil 600 millones de personas habitan esos espacios
“ociosos” que el capital no ceja en agredir para meterlos al mercado de
tierras. 80% de las poblaciones de los países en desarrollo acuden, para
satisfacer o complementar sus necesidades terapéuticas, a plantas
crecidas en los bosques, selvas y humedales o cultivadas en traspatios,
balcones o azoteas. Estos lugares “subutilizados” son clave para
enfrentar el caos climático por su capacidad de absorción de gases
contaminantes.
La comida procesada ha ocasionado que desde 1950 se pierda infinidad de
nutrientes del suelo; que las dietas se uniformen, que la diversidad se
reduzca, y que haya un aumento dramático de enfermedades crónicas como
obesidad y diabetes, hipertensión, y ciertos tipos de cáncer
relacionados con la alimentación.
La emisión de gases con efecto de invernadero provenientes de la
alimentación industrial (con los desmontes para monocultivos, el uso de
fertilizantes —cuya fabricación es origen de gases en sí misma— el
transporte, el embalaje, la refrigeración y la basura resultante) dan
cuenta de un 50% de los gases que ocasionan el calentamiento planetario.
Casi 80% del agua dulce disponible en un año se utiliza en agricultura
industrial y procesado de alimentos. El agua de este procesado
industrial de alimentos y bebidas en un año podría cubrir las
necesidades domésticas de 9 mil millones de personas.
Entre 33 y 40% de la comida producida con agricultura industrial se
desperdicia cada año por los estándares de producción, en la
transportación y almacenamiento, en los procesos de producción y en los
hogares donde llega no se consume.
Más de dos mil millones de personas en el planeta tienen deficiencias
nutricionales y más de 400 millones tienen sobrepeso u obesidad. El
consumo de carne en los países ricos rebasa en más de dos veces las
recomendaciones de la Organización Mundial de Salud. Por cada dólar que
pagamos en comida industrial, la sociedad planetaria paga otros dos
dólares en remediar desastres ambientales y enfermedades.
¿Cómo es posible que con menos de un cuarto de toda la tierra
agrícola del planeta, los pueblos y comunidades campesinos provean casi
70% de la alimentación que nos mantiene con vida como humanidad?
Esos pueblos, comunidades y colectivos calumniados de obstaculizar la
modernización, despliegan una potencia que no se enfoca solamente en
arrancarle la comida a los suelos. Son quienes aún mantienen un tramado
de prácticas y saberes que pese al embate modernizador de los gobiernos,
de las agencias de financiamiento y de las mega-corporaciones, persiste
a veces como aparente inercia, con una reflexividad impresionante, en
el flujo del desastre, en medio de la vorágine y la incertidumbre.
El tramado de cuidados que sostienen al mundo no se reduce a sembrar y
cosechar “cosas que se coman”. En México, los pueblos campesinos no sólo
conservan el maíz (cuyo futuro es objeto de debates mundiales). Los
pueblos campesinos son quienes resguardan la diversidad de bosques, y
con ellos, los ciclos del agua y del aire, y en esos territorios cuyo
eje es la milpa, las comunidades tienen la posibilidad de negarse al
extractivismo y la imposición de megaproyectos. Así que los pueblos
vernáculos de México no sólo arrancan alimentos a la tierra. Con sus
pertinentes relaciones con sus territorios, que se materializan en
lenguas, modos, ropas, músicas, ritos, celebraciones, organización,
luchas, los pueblos de México son núcleo de soberanía nacional.
Conocimos hace poco en Holanda un “bosque comestible”: en dos hectáreas
de tierra yerma, destruida por la agricultura industrial, alguien
removió el suelo, construyó declives y se puso a reunir especies de
latitudes hermanas, de lugares separados por glaciaciones, por el
aumento de los océanos, por desertificación, por reacomodo de las placas
tectónicas; pero también separados por guerras o tratados de paz, o
lugares con especies extinguidas por revoluciones verdes, por
agricultura comercial y por mera urbanización. Comenzamos la caminata
por el bosque comiendo rosas de Mongolia, directas del rosal. Seguimos
con manzanas silvestres de Azerbaiján, membrillos de Turquía, peras
japonesas; recogimos para la cena unos 20 tipos de hongos; para el
desayuno, avellanas, moras rojas, negras, grandes, chicas, ácidas,
dulces; kiwis, nueces, castañas, grosellas. Había frijoles silvestres de
varios tipos, almendras, higos, lentejas… Ese bosque brinda según
temporada más de 400 especies comestibles. Tiene más especies de
insectos y aves que los parques naturales holandeses. Lo que pide este
lugar, dicen sus propiciadores, es acompañar los procesos libres que
hacen los bosques para crecer y mantenerse. En 6 años ocurrieron
procesos que quienes hicieron este bosque esperaban en 10 o más años.
Están abriendo el entendimiento para alimentarse de otros cultivos
además de los 12 “más famosos” en los que se enfoca el sistema
industrial de producción de alimentos. Calculan que el ciclo de
restauración total de los bosques puede reducirse 50 años de lo que
ahora se piensa.
Acá en México, durante la presentación de un libro con recetas de
platillos elaborados con lo que hay en la milpa “estándar”, un campesino
mixteco de Oaxaca dijo que estamos acostumbrados a ver al bosque como
algo muy grandioso y a la parcela campesina como algo pequeño en
comparación. Dijo que la milpa es precisamente un bosque donde convive
todo, lleno de matices y de espesura, donde todos los seres pueden
existir y potenciarse.
Entre 1992 y 2010 el Estado mexicano dirigió una cruzada contra la
propiedad colectiva de la tierra, una campaña nacional para que las
tierras de cultivo se “regularizaran” en títulos de propiedad
individuales, y que toda esa tierra entrara en el mercado, junto con la
proletarización de sus habitantes. A la vuelta de 20 años, mucho menos
del 30% de los campesinos registró sus tierras a título individual para
poder venderlas, lo que tiene francamente intrigado al Banco Mundial.
En México se siembran y cosechan casi 22 millones toneladas de maíz, de
las cuales 14 millones de toneladas se cultivan con semillas que
provienen de la cosecha propia, en tierras colectivas. Más de 8 millones
de toneladas se destinan a la subsistencia de las comunidades sin pasar
por el mercado, señala la investigadora Ana de Ita. Eso es sumamente
subversivo.
Tal vez es un momento de la historia en que ya no estudiamos las
dinámicas económicas campesinas como parte de una etnografía de los
sistemas económicos “alternos” o “subalternos”, o en el registro de
aquello que está por extinguirse. Es muy visible, muy evidente, el
proceso de reflexiones y de acciones desde lo profundo de las
comunidades vituperadas, calumniadas de ineficaces, desgarradas por las
migraciones, arrinconadas en las mega-urbes.
Aún sigue sin comprenderse plenamente la distinción que hizo Iván
Illich sobre la subsistencia autónoma (con sus límites y sus problemas a
resolver) y la miseria en la que caemos cuando se nos imponen los
planes de desarrollo, las tecnologías, la modernización, y lograr ese
entendimiento es una tarea urgente.
Andrés Barreda dijo al resumir una discusión de la Red en Defensa del Maíz en 2016:
“La resistencia campesina tiene un claro significado universal para
toda la humanidad porque defiende y muestra el sentido de la
subsistencia autónoma, de la posibilidad de ser libre manteniendo
relación con la tierra, con el territorio. Pero tiene un significado
más, referido al peor drama de nuestro tiempo, el peor drama que vive
toda la humanidad en el momento actual, que es el de la ruptura entre
naturaleza y sociedad. Ruptura que tiene a la humanidad no sólo al borde
del cambio climático, la tiene al borde de desaparecer.
“La separación entre sociedad y naturaleza, que avanzó durante siglos,
en los últimos 80 años alcanzó niveles brutales que ponen en peligro la
vida de todos los seres humanos. Los campesinos son quienes detentan en
vivo y en directo qué significa la relación entre la sociedad y la
naturaleza. Es muy importante subrayar este punto para percibir de otra
manera la situación de guerra social en la que estamos hundidos. Los
campesinos se sienten solos. Los indígenas se sienten solos en sus
territorios. Imagínense cómo se sienten 9 millones de compañeros
indígenas que ya se fueron a trabajar como jornaleros, lejos de sus
tierras, a los ranchos de agro-exportación. Sobre todo los que caen en
ranchos en los desiertos, nadie puede escaparse de allí. Cómo se
sentirán los obreros, sin el sentido de organización comunitaria de las
comunidades campesinas; cómo se sienten las mujeres víctimas de
asesinatos masivos. O cómo se sienten los jóvenes que no tienen ni en el
campo ni en la ciudad —ni en la tierra ni en el cielo— ninguna
oportunidad de nada.
“Todos nos estamos sintiendo solos, pero los campesinos tienen un fuego
entre las manos. Es la relación con la naturaleza. Tienen la brújula de
cómo se compone el mundo. Si algo define al capitalismo, es que separa a
la sociedad respecto de la naturaleza. Y esta separación está llegando a
un nivel que implica el suicidio de la humanidad. En esta situación de
suicidio civilizatorio, la vida campesina tiene algo que sí es
significativo para toda la humanidad: la única posibilidad de futuro.”.
–––––––––––
María Verónica Villa Arias (del Grupo ETC) presentó una versión
más amplia de este texto en Cuernavaca en el simposio “Iván Illich: lo
político en tiempos apocalípticos”, agosto de 2016.
Fuente:
Suplemento Ojarasca 242
http://www.biodiversidadla.org/Principal/Secciones/Documentos/Los_cuidados_que_sostienen_al_mundo