6-1-14 Diario Pag 12
Por Boaventura de Sousa Santos *
Al
inicio del tercer milenio, las fuerzas de izquierda se debaten entre dos
desafíos principales: la relación entre democracia y capitalismo, y el
crecimiento económico infinito (capitalista o socialista) como indicador
básico de desarrollo y progreso. En estas líneas voy a centrarme en el
primer desafío.
Contra lo que el sentido común de los últimos 50 años nos puede
hacer pensar, la relación entre democracia y capitalismo siempre fue una
relación tensa, incluso de contradicción. Lo fue, ciertamente, en los
países periféricos del sistema mundial, en lo que durante mucho tiempo
se denominó Tercer Mundo y hoy se designa como Sur global. Pero también
en los países centrales o desarrollados la misma tensión y la misma
contradicción estuvieron siempre presentes. Basta recordar los largos
años de nazismo y fascismo.
Un análisis más detallado de las relaciones entre capitalismo y
democracia obligaría a distinguir entre diferentes tipos de capitalismo y
su dominio en diferentes períodos y regiones del mundo, y entre
diferentes tipos y grados de intensidad de la democracia. En estas
líneas concibo al capitalismo bajo su forma general de modo de
producción y hago referencia al tipo que ha dominado en las últimas
décadas, el capitalismo financiero. En lo que respecta a la democracia,
me centro en la democracia representativa tal como fue teorizada por el
liberalismo.
El capitalismo sólo se siente seguro si es gobernado por quien tiene
capital o se identifica con sus “necesidades”, mientras que la
democracia es idealmente el gobierno de las mayorías que no tienen
capital ni razones para identificarse con las “necesidades” del
capitalismo, sino todo lo contrario. El conflicto es, en el fondo, un
conflicto de clases, pues las clases que se identifican con las
necesidades del capitalismo (básicamente, la burguesía) son minoritarias
en relación con las clases que tienen otros intereses, cuya
satisfacción colisiona con las necesidades del capitalismo (clases
medias, trabajadores y clases populares en general). Al ser un conflicto
de clases, se presenta social y políticamente como un conflicto
distributivo: por un lado, la pulsión por la acumulación y la
concentración de riqueza por parte de los capitalistas, y, por otro
lado, la reivindicación de la redistribución de la riqueza generada en
gran parte por los trabajadores y sus familias. La burguesía siempre ha
tenido pavor a que las mayorías pobres tomen el poder y ha usado el
poder político que le concedieron las revoluciones del siglo XIX para
impedir que eso ocurra. Ha concebido a la democracia liberal de modo de
garantizar eso mismo a través de medidas que cambiaron con el tiempo,
pero mantuvieron su objetivo: restricciones al sufragio, primacía
absoluta del derecho de propiedad individual, sistema político y
electoral con múltiples válvulas de seguridad, represión violenta de la
actividad política fuera de las instituciones, corrupción de los
políticos, legalización del lobby... Y siempre que la democracia se
mostró disfuncional, se mantuvo abierta la posibilidad del recurso a la
dictadura, algo que sucedió muchas veces.
Después de la Segunda Guerra Mundial, muy pocos países tenían
democracia, vastas regiones del mundo estaban sometidas al colonialismo
europeo, que servía para consolidar el capitalismo euro-norteamericano,
Europa estaba devastada por una guerra que había sido provocada por la
supremacía alemana, y en el Este se consolidaba el régimen comunista,
que aparecía como alternativa al capitalismo y la democracia liberal. En
este contexto surgió en la Europa más desarrollada el llamado
capitalismo democrático, un sistema de economía política basado en la
idea de que, para ser compatible con la democracia, el capitalismo
debería ser fuertemente regulado, lo que implicaba la nacionalización de
sectores clave de la economía, un sistema tributario progresivo, la
imposición de las negociaciones colectivas e incluso, como sucedió en la
Alemania Occidental de entonces, la participación de los trabajadores
en la gestión de empresas. En el plano científico, Keynes representaba
entonces la ortodoxia económica y Hayek, la disidencia. En el plano
político, los derechos económicos y sociales (derechos al trabajo, la
educación, la salud y la seguridad social, garantizados por el Estado)
habían sido el instrumento privilegiado para estabilizar las
expectativas de los ciudadanos y para enfrentar las fluctuaciones
constantes e imprevisibles de las “señales de los mercados”. Este cambio
alteraba los términos del conflicto distributivo, pero no lo eliminaba.
Por el contrario, tenía todas las condiciones para instigarlo luego de
que se debilitara el crecimiento de las tres décadas siguientes. Y así
sucedió.
Desde 1970, los Estados centrales han estado manejando el conflicto
entre las exigencias de los ciudadanos y las exigencias del capital
mediante el recurso a un conjunto de soluciones que gradualmente fueron
dando más poder al capital. Primero fue la inflación (1970-1980);
después, la lucha contra la inflación, acompañada del aumento del
desempleo y del ataque al poder de los sindicatos (desde 1980), una
medida complementada con el endeudamiento del Estado como resultado de
la lucha del capital contra los impuestos, del estancamiento económico y
del aumento de los gastos sociales originados en el aumento del
desempleo (desde mediados de 1980), y luego con el endeudamiento de las
familias, seducidas por las facilidades de crédito concedidas por un
sector financiero finalmente libre de regulaciones estatales, para
eludir el colapso de las expectativas respecto del consumo, la educación
y la vivienda (desde mediados de 1990). Hasta que la ingeniería de las
soluciones ficticias llegó a su fin con la crisis de 2008 y se volvió
claro quién había ganado en el conflicto distributivo: el capital. La
prueba: la conversión de la deuda privada en deuda pública, el
incremento de las desigualdades sociales y el asalto final a las
expectativas de una vida digna de las mayorías (los trabajadores, los
jubilados, los desempleados, los inmigrantes, los jóvenes en busca de
empleo) para garantizar las expectativas de rentabilidad de la minoría
(el capital financiero y sus agentes). La democracia perdió la batalla y
sólo evitará ser derrotada en la guerra si las mayorías pierden el
miedo, se rebelan dentro y fuera de las instituciones y fuerzan al
capital a volver a tener miedo, como sucedió hace sesenta años.
En los países del Sur global que disponen de recursos naturales la
situación es, por ahora, diferente. En algunos casos, por ejemplo en
varios países de América latina, hasta puede decirse que la democracia
se está imponiendo en el duelo con el capitalismo, y no es por
casualidad que en países como Venezuela y Ecuador se comenzó a discutir
el tema del socialismo del siglo XXI, aunque la realidad esté lejos de
los discursos. Hay muchas razones detrás, pero tal vez la principal haya
sido la conversión de China al neoliberalismo, lo que provocó, sobre
todo a partir de la primera década del siglo XXI, una nueva carrera por
los recursos naturales. El capital financiero encontró ahí y en la
especulación con productos alimentarios una fuente extraordinaria de
rentabilidad. Esto permitió que los gobiernos progresistas –llegados al
poder como consecuencia de las luchas y los movimientos sociales de las
décadas anteriores– pudieran desarrollar una redistribución de la
riqueza muy significativa y, en algunos países, sin precedentes. Por
esta vía, la democracia ganó nueva legitimidad en el imaginario popular.
Pero, por su propia naturaleza, la redistribución de la riqueza no puso
en cuestión el modelo de acumulación basado en la explotación intensiva
de los recursos naturales y, en cambio, la intensificó. Esto estuvo en
el origen de conflictos –que se han ido agravando– con los grupos
sociales ligados a la tierra y a los territorios donde se encuentran los
recursos naturales, los pueblos indígenas y los campesinos.
En los países del Sur global con recursos naturales pero sin una
democracia digna de ese nombre, el boom de los recursos no trajo ningún
impulso a la democracia, pese a que, en teoría, condiciones mas
propicias para una resolución del conflicto distributivo deberían
facilitar la solución democrática y viceversa. La verdad es que el
capitalismo extractivista obtiene mejores condiciones de rentabilidad en
sistemas políticos dictatoriales o con democracias de bajísima
intensidad (sistemas casi de partido único), donde es más fácil
corromper a las elites, a través de su involucramiento en la
privatización de concesiones y las rentas del extractivismo. No es de
esperar ninguna profesión de fe en la democracia por parte del
capitalismo extractivista, incluso porque, siendo global, no reconoce
problemas de legitimidad política. Por su parte, la reivindicación de la
redistribución de la riqueza por parte de las mayorías no llega a ser
oída, por falta de canales democráticos y por no poder contar con la
solidaridad de las restringidas clases medias urbanas que reciben las
migajas del rendimiento extractivista. Las poblaciones más directamente
afectadas por el extractivismo son los campesinos, en cuyas tierras
están los yacimientos mineros o donde se pretende instalar la nueva
economía agroindustrial. Son expulsados de sus tierras y sometidos al
exilio interno. Siempre que se resisten son violentamente reprimidos y
su resistencia es tratada como un caso policial. En estos países, el
conflicto distributivo no llega siquiera a existir como problema
político. De este análisis se concluye que la actual puesta en cuestión
del futuro de la democracia en Europa del Sur es la manifestación de un
problema mucho más vasto que está aflorando en diferentes formas en
varias regiones del mundo. Pero, así formulado, el problema puede
ocultar una incertidumbre mucho mayor que la que expresa. No se trata
sólo de cuestionar el futuro de la democracia. Se trata, también, de
cuestionar la democracia del futuro. La democracia liberal fue
históricamente derrotada por el capitalismo y no parece que la derrota
sea reversible. Por eso, no hay que tener esperanzas de que el
capitalismo vuelva a tenerle miedo a la democracia liberal, si alguna
vez lo tuvo. La democracia liberal sobrevivirá en la medida en que el
capitalismo global se pueda servir de ella. La lucha de quienes ven en
la derrota de la democracia liberal la emergencia de un mundo
repugnantemente injusto y descontroladamente violento debe centrarse en
buscar una concepción de la democracia más robusta, cuya marca genética
sea el anticapitalismo. Tras un siglo de luchas populares que hicieron
entrar el ideal democrático en el imaginario de la emancipación social,
sería un grave error político desperdiciar esa experiencia y asumir que
la lucha anticapitalista debe ser también una lucha antidemocrática. Por
el contrario, es preciso convertir al ideal democrático en una realidad
radical que no se rinda ante el capitalismo. Y como el capitalismo no
ejerce su dominio sino sirviéndose de otras formas de opresión,
principalmente del colonialismo y el patriarcado, esta democracia
radical, además de anticapitalista, debe ser también anticolonialista y
antipatriarcal. Puede llamarse revolución democrática o democracia
revolucionaria –el nombre poco importa–, pero debe ser necesariamente
una democracia posliberal, que no puede perder sus atributos para
acomodarse a las exigencias del capitalismo. Al contrario, debe basarse
en dos principios: la profundización de la democracia sólo es posible a
costa del capitalismo; y en caso de conflicto entre capitalismo y
democracia debe prevalecer la democracia real.
* Director del Centro de Estudios Sociales de la Universidad de
Coimbra, Portugal. El texto corresponde a la Décima carta a las
izquierdas del autor.
Traducción: Javier Lorca.
http://www.pagina12.com.ar/diario/elpais/1-237107-2014-01-06.html
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