14 de agosto de 2013- APE
Silvana Melo (APE)
Omar Cigarán tenía trece años hace cinco, cuando la policía y los buenos vecinos los echaron a palos de la glorieta de la Plaza San Martín, tan cerca de la Legislatura y la Casa del Gobierno. Eran quince. Diecisiete. No se sabe muy bien. Solos y amontonaditos entre ellos. Cuidándose del afuera feroz, con el techo del cielo sobre la cabeza. Aspirando veneno, fumando lo que fuera. Cualquier cosa para exorcizar tanto miedo.
Hoy Omar Cigarán tendría 17. Pero no llegó: en febrero lo mató la policía. Los múltiples brazos del Estado jugaron con él como con un bollo de papel. De aquí para allá, olvido, castigo, abandono, encierro, castigo, intemperie, hambre, castigo. Y muerte. Como suelen terminar estas cosas. Muerte. La de él o la de otro. Porque la vida se devaluó un buen día, cuando Omar y sus amigos supieron que ellos mismos valían menos que una hoja marchitada en la vereda. Sin más domicilio que la plaza. Barridos cualquier noche a tiros y a sopapos como basura al container.
En una esas burlas crueles del olvido bonaerense, el nombre de Omar Cigarán figuraba el domingo en los padrones. Hubiera podido votar, Omar. Por esa ampliación de derechos que se elige, en lugar de ampliar la vida para repartir por los confines, vida buena, allí donde ya nadie se cree nada.
La frazada
Desde el año anterior se movían por el centro de La Plata en grupo, para sentirse más seguros. Entre 6 y 17 años, tenían por julio de 2008. Cayeron en la glorieta de la Plaza San Martín cuando los echaron de los pasillos de la Facultad de Humanidades, donde durmieron por ocho meses. El día en que una piedra rompió un vidrio, una decana llamó al 911. La policía los expulsó y conocieron, a golpes, una pequeña muestra de la resistencia colectiva. Muy chiquitos eran algunos. Y fueron a dar con sus huesos en la glorieta célebre, donde hace un siglo y pico la elite platense se reunía a escuchar a la Banda de la Policía. Cualquier pizca inapropiada, cualquier pelusa social que desentonara en el escenario, era fumigada con la furia policial. Igual que hoy.
Unos meses antes una funcionaria provincial había contabilizado, prolijamente, unos 150 chicos en la calle platense. El Municipio, en manos del mismo Pablo Bruera que el 2 de abril auxiliaba a los inundados desde Brasil, tenía cuatro operadores de calle para toda la ciudad. Y los medios, en la construcción constante de los demonios de la inseguridad, los llamaron “la banda de la frazada”. El mito cuenta que los niños de la glorieta tiraban una frazada sobre los caminantes para sorprenderlos y en medio de la distracción, les robaban.
Los chicos se quedaban con los celulares que después cambiaban en las ferreterías por pegamento. O por sándwiches en un kiosco cerca de la comisaría segunda. Alguna vez las responsabilidades caerán como macetas de balcones sobre aquellos que negocian con la desesperación. Y después levantan el dedo de la moral y la mano dura.
El Municipio, mientras tanto, no tiene infraestructura que prevea la existencia de infancia en la calle. Un lugar donde estar, que no implique sistemas carcelarios ni domesticaciones de prepo ni medicaciones que les palmen la voluntad y la rebeldía. La sociedad se queja de esa presencia complicada. Consumiendo cualquier cosa que les vuele la cabeza para estar y no estar donde les tocó. Se drogan todo el día, dicen. (Y cruzan de vereda). Roban. Y se fugan de los hogares. Quieren estar afuera. Y juntos. No permiten que se los ayude, repiten en la verdulería, en la cola del banco y en el diario El Día. “Ser un chico de la calle implica haber aprendido a sobrevivir en ella. La sobrevivencia no se reduce a la provisión de medios materiales de vida sino a la constitución de valores y referentes identificatorios que le dan sentido a ese "ser y estar en la calle", sin los cuales sería imposible tolerar el desamparo, convivir con el terror, probarse en los límites de lo insoportable, de la violencia y la agresión, el hambre, el frío, la persecución policial, las migajas de caridad, el desprecio reiterado”, decían Liliana Guido y Alberto Morlachetti varios años antes de que la policía y la vecindad atacaran la pérgola.
Los chicos de la frazada (una posesión exquisita que usarían más para abrigarse que para robar) construyeron una libertad sin límites en la calle que tenía a la pérgola como sala de estar. Necesitaron crear sus propios códigos y sus propios links con la vida para no caer en el camino. Dicen Guido y Morlachetti: “ofrecerle `abrigo, afecto, protección, comprensión´ al chico de la calle parece una opción sensata. Sin embargo, son goces y necesidades que hay que volver a crear. Por ello, una visión inmediatista ante los conflictos y dificultades de `conquistarlo´ señalará al chico como incorregible, semilla de maldad, irregular social, discapacitado afectivo, en suma, desagradecido”.
Porque no responden a la caridad providencial ni a los intentos del Estado, que primero abandona y castiga para luego ofrecer alternativas de encierro y drogas sustitutas. Ninguna opción de vida que enamore o reconstruya.
La olla
Un lunes de pleno invierno se formó a su alrededor la Asamblea Permanente por los Derechos del Niño (APDN) y se armó una olla popular en la plaza. Para que, al menos, comieran de vez en cuando algo caliente sin que acceder a un sándwich implicara robar un celular.
A las diez de la noche del 25 de julio, cuando la gente de la olla se fue y la soledad nocturna se hizo tan patente como los fantasmas y las brujas, aparecieron de todos lados. Llegaron en bicicletas y a pie. Vestían como la gente común, pero algunos decían que eran policías. Traían armas de fuego, palos y cadenas. Y la emprendieron contra los quince pibes que se amuchaban contra el frío voraz en la curvatura de la pérgola. Decían que llegaban a “limpiar la plaza” y a “barrer la lacra”.
Aterrados, heridos, se desbandaron por las esquinas y terminaron tocando las puertas de quienes les armaban la olla.
Volvieron a la calle. Buscando un rincón donde caer, como el viejo edificio del Blockbuster. Aunque la Plaza San Martín volvió a ser parada favorita. Algunos estaban de novio. Otros, muy chicos todavía, jugaban con piedras y botellas vacías imaginando castillos y legionarios. Algunos dormían y despertaban gritando el monstruo de sus alucinaciones. Otros salían a buscar revancha en la puerta de algún coche o en la cartera arrebatada a una mujer. Muy de vez en cuando alguno de ellos volvía a una casa materna por una noche. Pero la mayoría no tenía casa. Ni cama donde volver. Nadie iba a la escuela. Consumían más que antes. Comían menos. Estaban llenos de tos, dientes marrones y heridas en la piel. El Estado, que nunca supo qué hacer con ellos, les armó causas penales para que los diarios titularan “Menor con 60 entradas a la comisaría. Muchos habían sido abusados y reaccionaban con horror ante una caricia. Refugiados en la cocaína, el paco, la marihuana, el pegamento o el combustible con el que se mareaban hasta caer intoxicados pero con la conciencia desactivada. Para no ver. Ni oir. Ni ser.
Amparo y desamparo
Las organizaciones presentaron ante la Justicia una acción de amparo. Que, desde hace cinco años, no fue más que una acción de desamparo. Pedían: “La urgente habilitación de un lugar que opere como centro de referencia diurno y nocturno para niños y niñas; con una suficiente dotación de profesionales (medico, psicólogo, especialista en adicciones); con presencia de profesionales que se desempeñen como operadores de calle, especializados en adicciones y en la problemática de violencia familiar; la urgente cobertura de las necesidades de alimentación y atención de la salud de los niños y niñas mencionados; la habilitación de una línea telefónica de 24 horas a la que se pueda llamar en caso de emergencia. La misma deberá ser ampliamente difundida; la realización de acciones conducentes para viabilizar el acceso igualitario de los niños y niñas al sistema educativo (formal y no formal); se diseñen programas de revinculación con sus familias en los casos que sea posible y/o la implementación de un subsidio o ayuda económica para ellos”.
El Juez en lo Contencioso Administrativo N° 1 de La Plata falló el 10 de noviembre. Y consideró que el Estado no tenía herramientas suficientes como para abrigar en la totalidad de sus necesidades a los más de 200 chicos que dormían por las calles platenses. Ni para los 15 de la pérgola. Y determinó una serie de acciones imprescindibles, desde infraestructura a políticas públicas para que esa infancia tuviera una ventanita, mínima, por la que asomar a otra vida posible. Luego de apelaciones y sobreapelaciones, en mayo de 2012 el fallo quedó firme. Habían pasado cuatro años del ataque.
En junio de 2013 el Senado provincial dio media sanción a la creación de casas abiertas o paradores para los niños errantes de La Plata. Dispone “crear en un ámbito céntrico de la ciudad, uno o más paradores, de acuerdo a la demanda del sector, con suficiente infraestructura y personal idóneo para cubrir las necesidades básicas de alimento, higiene, descanso, recreación y contención, de los niños, niñas y adolescentes que requieran esta asistencia”. Todavía tiene que pasar por Diputados. Cinco años después de que la policía y la vecindad los desparramaran a tiros y a palos para dejar libre la plaza de sus presencias rotas, sucias y desesperanzadas.
Desinfancia
Varios de los niños ya no son niños. Omar Cigarán murió bajo una bala policial. Algunas chicas se hicieron madres. Otros están en la cárcel. Algunos tienen causas penales pesadas. Otros llevan el veneno puesto en las neuronas demolidas, en el cuerpo flaquísimo. Los chicos del amparo quedaron, finalmente, en el camino. El Estado los abandonó al costado, como un auto que desagota el cuerpo del homicidio para desactivar responsabilidades. Los castigó, los penalizó, los golpeó, los desamoró, los encerró y les puso muerte (la propia y la ajena) en sus manos.
Los chicos del amparo se vuelven adultos. Y siguen en desamparo. Como para siempre.
Hoy Omar Cigarán tendría 17. Pero no llegó: en febrero lo mató la policía. Los múltiples brazos del Estado jugaron con él como con un bollo de papel. De aquí para allá, olvido, castigo, abandono, encierro, castigo, intemperie, hambre, castigo. Y muerte. Como suelen terminar estas cosas. Muerte. La de él o la de otro. Porque la vida se devaluó un buen día, cuando Omar y sus amigos supieron que ellos mismos valían menos que una hoja marchitada en la vereda. Sin más domicilio que la plaza. Barridos cualquier noche a tiros y a sopapos como basura al container.
En una esas burlas crueles del olvido bonaerense, el nombre de Omar Cigarán figuraba el domingo en los padrones. Hubiera podido votar, Omar. Por esa ampliación de derechos que se elige, en lugar de ampliar la vida para repartir por los confines, vida buena, allí donde ya nadie se cree nada.
La frazada
Desde el año anterior se movían por el centro de La Plata en grupo, para sentirse más seguros. Entre 6 y 17 años, tenían por julio de 2008. Cayeron en la glorieta de la Plaza San Martín cuando los echaron de los pasillos de la Facultad de Humanidades, donde durmieron por ocho meses. El día en que una piedra rompió un vidrio, una decana llamó al 911. La policía los expulsó y conocieron, a golpes, una pequeña muestra de la resistencia colectiva. Muy chiquitos eran algunos. Y fueron a dar con sus huesos en la glorieta célebre, donde hace un siglo y pico la elite platense se reunía a escuchar a la Banda de la Policía. Cualquier pizca inapropiada, cualquier pelusa social que desentonara en el escenario, era fumigada con la furia policial. Igual que hoy.
Unos meses antes una funcionaria provincial había contabilizado, prolijamente, unos 150 chicos en la calle platense. El Municipio, en manos del mismo Pablo Bruera que el 2 de abril auxiliaba a los inundados desde Brasil, tenía cuatro operadores de calle para toda la ciudad. Y los medios, en la construcción constante de los demonios de la inseguridad, los llamaron “la banda de la frazada”. El mito cuenta que los niños de la glorieta tiraban una frazada sobre los caminantes para sorprenderlos y en medio de la distracción, les robaban.
Los chicos se quedaban con los celulares que después cambiaban en las ferreterías por pegamento. O por sándwiches en un kiosco cerca de la comisaría segunda. Alguna vez las responsabilidades caerán como macetas de balcones sobre aquellos que negocian con la desesperación. Y después levantan el dedo de la moral y la mano dura.
El Municipio, mientras tanto, no tiene infraestructura que prevea la existencia de infancia en la calle. Un lugar donde estar, que no implique sistemas carcelarios ni domesticaciones de prepo ni medicaciones que les palmen la voluntad y la rebeldía. La sociedad se queja de esa presencia complicada. Consumiendo cualquier cosa que les vuele la cabeza para estar y no estar donde les tocó. Se drogan todo el día, dicen. (Y cruzan de vereda). Roban. Y se fugan de los hogares. Quieren estar afuera. Y juntos. No permiten que se los ayude, repiten en la verdulería, en la cola del banco y en el diario El Día. “Ser un chico de la calle implica haber aprendido a sobrevivir en ella. La sobrevivencia no se reduce a la provisión de medios materiales de vida sino a la constitución de valores y referentes identificatorios que le dan sentido a ese "ser y estar en la calle", sin los cuales sería imposible tolerar el desamparo, convivir con el terror, probarse en los límites de lo insoportable, de la violencia y la agresión, el hambre, el frío, la persecución policial, las migajas de caridad, el desprecio reiterado”, decían Liliana Guido y Alberto Morlachetti varios años antes de que la policía y la vecindad atacaran la pérgola.
Los chicos de la frazada (una posesión exquisita que usarían más para abrigarse que para robar) construyeron una libertad sin límites en la calle que tenía a la pérgola como sala de estar. Necesitaron crear sus propios códigos y sus propios links con la vida para no caer en el camino. Dicen Guido y Morlachetti: “ofrecerle `abrigo, afecto, protección, comprensión´ al chico de la calle parece una opción sensata. Sin embargo, son goces y necesidades que hay que volver a crear. Por ello, una visión inmediatista ante los conflictos y dificultades de `conquistarlo´ señalará al chico como incorregible, semilla de maldad, irregular social, discapacitado afectivo, en suma, desagradecido”.
Porque no responden a la caridad providencial ni a los intentos del Estado, que primero abandona y castiga para luego ofrecer alternativas de encierro y drogas sustitutas. Ninguna opción de vida que enamore o reconstruya.
La olla
Un lunes de pleno invierno se formó a su alrededor la Asamblea Permanente por los Derechos del Niño (APDN) y se armó una olla popular en la plaza. Para que, al menos, comieran de vez en cuando algo caliente sin que acceder a un sándwich implicara robar un celular.
A las diez de la noche del 25 de julio, cuando la gente de la olla se fue y la soledad nocturna se hizo tan patente como los fantasmas y las brujas, aparecieron de todos lados. Llegaron en bicicletas y a pie. Vestían como la gente común, pero algunos decían que eran policías. Traían armas de fuego, palos y cadenas. Y la emprendieron contra los quince pibes que se amuchaban contra el frío voraz en la curvatura de la pérgola. Decían que llegaban a “limpiar la plaza” y a “barrer la lacra”.
Aterrados, heridos, se desbandaron por las esquinas y terminaron tocando las puertas de quienes les armaban la olla.
Volvieron a la calle. Buscando un rincón donde caer, como el viejo edificio del Blockbuster. Aunque la Plaza San Martín volvió a ser parada favorita. Algunos estaban de novio. Otros, muy chicos todavía, jugaban con piedras y botellas vacías imaginando castillos y legionarios. Algunos dormían y despertaban gritando el monstruo de sus alucinaciones. Otros salían a buscar revancha en la puerta de algún coche o en la cartera arrebatada a una mujer. Muy de vez en cuando alguno de ellos volvía a una casa materna por una noche. Pero la mayoría no tenía casa. Ni cama donde volver. Nadie iba a la escuela. Consumían más que antes. Comían menos. Estaban llenos de tos, dientes marrones y heridas en la piel. El Estado, que nunca supo qué hacer con ellos, les armó causas penales para que los diarios titularan “Menor con 60 entradas a la comisaría. Muchos habían sido abusados y reaccionaban con horror ante una caricia. Refugiados en la cocaína, el paco, la marihuana, el pegamento o el combustible con el que se mareaban hasta caer intoxicados pero con la conciencia desactivada. Para no ver. Ni oir. Ni ser.
Amparo y desamparo
Las organizaciones presentaron ante la Justicia una acción de amparo. Que, desde hace cinco años, no fue más que una acción de desamparo. Pedían: “La urgente habilitación de un lugar que opere como centro de referencia diurno y nocturno para niños y niñas; con una suficiente dotación de profesionales (medico, psicólogo, especialista en adicciones); con presencia de profesionales que se desempeñen como operadores de calle, especializados en adicciones y en la problemática de violencia familiar; la urgente cobertura de las necesidades de alimentación y atención de la salud de los niños y niñas mencionados; la habilitación de una línea telefónica de 24 horas a la que se pueda llamar en caso de emergencia. La misma deberá ser ampliamente difundida; la realización de acciones conducentes para viabilizar el acceso igualitario de los niños y niñas al sistema educativo (formal y no formal); se diseñen programas de revinculación con sus familias en los casos que sea posible y/o la implementación de un subsidio o ayuda económica para ellos”.
El Juez en lo Contencioso Administrativo N° 1 de La Plata falló el 10 de noviembre. Y consideró que el Estado no tenía herramientas suficientes como para abrigar en la totalidad de sus necesidades a los más de 200 chicos que dormían por las calles platenses. Ni para los 15 de la pérgola. Y determinó una serie de acciones imprescindibles, desde infraestructura a políticas públicas para que esa infancia tuviera una ventanita, mínima, por la que asomar a otra vida posible. Luego de apelaciones y sobreapelaciones, en mayo de 2012 el fallo quedó firme. Habían pasado cuatro años del ataque.
En junio de 2013 el Senado provincial dio media sanción a la creación de casas abiertas o paradores para los niños errantes de La Plata. Dispone “crear en un ámbito céntrico de la ciudad, uno o más paradores, de acuerdo a la demanda del sector, con suficiente infraestructura y personal idóneo para cubrir las necesidades básicas de alimento, higiene, descanso, recreación y contención, de los niños, niñas y adolescentes que requieran esta asistencia”. Todavía tiene que pasar por Diputados. Cinco años después de que la policía y la vecindad los desparramaran a tiros y a palos para dejar libre la plaza de sus presencias rotas, sucias y desesperanzadas.
Desinfancia
Varios de los niños ya no son niños. Omar Cigarán murió bajo una bala policial. Algunas chicas se hicieron madres. Otros están en la cárcel. Algunos tienen causas penales pesadas. Otros llevan el veneno puesto en las neuronas demolidas, en el cuerpo flaquísimo. Los chicos del amparo quedaron, finalmente, en el camino. El Estado los abandonó al costado, como un auto que desagota el cuerpo del homicidio para desactivar responsabilidades. Los castigó, los penalizó, los golpeó, los desamoró, los encerró y les puso muerte (la propia y la ajena) en sus manos.
Los chicos del amparo se vuelven adultos. Y siguen en desamparo. Como para siempre.
http://www.argenpress.info/2013/08/los-chicos-de-la-pergola-cinco-anos-de.html
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