En la Historia, los menores fueron cambiando de estatus hasta ser admitidos como sujetos. Entonces, sobre ellos se posó la mirada fascinada de los mayores. Así, los chicos fueron investidos de los deseos y frustraciones de sus padres.
Por Eva Tabakian
El historiador Philippe Ariès formula que la infancia, tal como
se concibe en la actualidad, es una modalidad inventada en los últimos
trescientos años. Antes de esta fecha, apenas podía distinguirse un
adulto de un niño. El “sentimiento de la infancia”, tal como él lo
denomina, que comienza a aparecer en el siglo XVII y sigue vigente hasta
nuestros días, es el resultado de una profunda transformación en las
creencias y estructuras mentales que traen como consecuencia la
aparición de la familia nuclear moderna, es decir aquella limitada a los
padres y los hijos que surge en las ciudades a principios del siglo XV.
Durante la Edad Media, en la Europa occidental, predomina una conciencia naturalista de la vida y del paso del tiempo. Cada uno de los miembros del grupo familiar dependía de los demás, y cumplir con la función de procrear era una responsabilidad ineludible, en tanto constituía el vínculo entre le pasado y el futuro. De este modo la vida y la muerte eran momentos naturales y esperables. En este contexto el niño es concebido como un vástago del tronco comunitario y, en tanto tal, era un “niño público”. La primera infancia era la época del aprendizaje: aprendizaje de la casa, del pueblo, del terruño, del juego pero también de las reglas de pertenencia a una comunidad y de las cosas de la vida cotidiana.
En la sociedad medieval, eminentemente agrícola, niños y adultos vestían con las mismas ropas, compartían el trabajo, las horas de descanso y aun los juegos. La edad cronológica tampoco era un elemento diferenciador, ya que muchos adultos no sabían siquiera la fecha de su propio nacimiento ni la de sus hijos. Anotar el día en que habían nacido no era un comportamiento habitual.
A partir del siglo XVII surge la voluntad de preservar la vida del niño, de librar al niño de la enfermedad y de la muerte prematura, repeler la desgracia intentando curarlo, tratando como dice Locke “cuando menos, de hacer que tengan una constitución que no sea propensa a enfermedades”. De este modo, el cuerpo gana autonomía, y en tanto individual y perecedero, es preciso cuidarlo y librarlo del sufrimiento. En este marco, el hijo pequeño es atendido, cuidado y mimado en tanto ocupa un lugar diferente en la sociedad: un niño al que se quiere por sí mismo y no sólo por ser un eslabón más en la cadena de descendencia.
Tiempos modernos
En estos tiempos se observan dos tendencias. Por un lado, algunos padres demasiado apasionados por sus hijos, deslumbrados con este “niño nuevo” a quien consideran más despierto y más maduro. Y, por el otro, los moralistas, que denuncian la complacencia con la que los padres y las madres educan a sus hijos.
En este pasaje histórico se ve el desplazamiento del niño y la niñez desde un estado cuasi natural al estatuto de sujeto y en consecuencia en objeto del deseo del otro, en primer lugar de ese otro que es la madre, que también debido a un desplazamiento de las relaciones ahora puede pensarse como sujeto deseante, deseante entre otras cosas de este niño.
En “Introducción al narcisismo”, Freud acuña una frase que tal vez dé con el tono de la modernidad respecto de la niñez: “su majestad el bebé”. Con ella quiere explicar la fascinación que el niño ejerce en el adulto, ese encanto que hace de él un objeto único, investido de todas las fantasías de los padres. “Su Majestad el bebé tiene la misión de cumplir los irrealizados sueños de sus padres: el varón será un gran hombre y un héroe en lugar del padre y la niña se casará con un príncipe como tardía recompensa para la madre.” Este bebé ocupa un trono a condición de un futuro de grandeza. La apreciación freudiana explicaría abundantemente el lugar del niño en las fantasías parentales y la importancia de mantener ese lugar como cumplimiento de deseos que no han sido alcanzados en la vida propia. Más adelante el análisis del pequeño Hans, uno de sus cinco casos historiales, vuelve a poner en foco no sólo la sexualidad infantil sino el lugar que el niño ocupa en la economía libidinal de sus padres. El caso de Hans es el pionero en el análisis de niños y se realizó a través de los padres del niño que eran seguidores de las teorías freudianas y recurrieron a Freud a partir de una fobia específica que dificultaba la normal vida del niño. Sabemos por el mismo Freud que más adelante este niño fue un artista reconocido y que no recordaba nada de su tratamiento infantil. Justamente hace unos días se ha publicado un libro de François Dachet ¿La inocencia violada? en la que se analiza la obra de Herbert Graff, que así se llamaba Hans o Juanito, y su relación con el psicoanálisis.
¿El país de las maravillas?
Jacques Lacan, en “Dos notas sobre el niño”, plantea que el niño puede localizarse en la estructura familiar en tres modos distintos. Puede hacerlo como síntoma, en cuyo caso estaría representando la verdad de la pareja de los padres, puede hacerlo como objeto (condensador del Goce del otro) y también como falo, identificado con el objeto imaginario del deseo del Otro.
Esta ubicuidad del niño como distintos objetos y en distintas funciones, permite pensar el lugar ambiguo y significativo que ha ocupado en la obra de algunos artistas, como por ejemplo en las fotografías de niñas de Lewis Carroll y su influencia en la creación de una obra como Alicia en el país de las maravillas . Carroll buscaba situaciones idílicas y escenarios hermosos para retratar a sus niñas a quienes leía cuentos y disfrazaba y autorizaba su práctica en la anuencia de los padres de estas criaturas a quienes pedía permiso por carta para fotografiarlas. Alicia Liddell fue una de sus modelos predilectas. Era la hija del deán de la universidad donde él trabajaba. Ella y sus hermanos posaron en numerosas ocasiones para él. Sabido es que esta práctica y algunas otras conductas llevaron tardíamente a imputarlo de pedófilo. Este espacio tan delicado y sutil revela la dificultad de distinguir claramente la localización del niño en el mundo de las fantasías del adulto. Como un dato adicional hay que agregar que ya en su época, los fotógrafos habían comenzado a tomar a los niños como modelos y hay una gran tradición y colección de fotografías de niños en distintas poses, con ropa de adultos, en escenarios inverosímiles y temáticos que representan las modas de la época.
La tradición fotográfica mencionada posee su paralelo en la pintura, que muestra un origen y una vertiente especial en todos los niños Jesús pintados junto a las Vírgenes (Miguel Angel, Raphael). Consecuentemente, en su versión moderna la imagen del niño recorre las obras de autores tan disímiles como Goya, Velázquez, Monet, Cézanne, Gauguin y Picasso entre otros. Hay, por cierto, un librito encantador que reúne estas pinturas bajo el título Garçons , una edición de Agnès Rosenstiehl que muestra la persistencia del tema del niño en la pintura de todos los tiempos. En cada obra el niño aparece bajo una mirada distinta, a veces más ingenua, a veces idealizada, otras atravesada por un erotismo enmascarado.
Finalmente, en la literatura, la Lolita de Vladimir Nabokov parece encarnar también esa vaguedad de la figura infantil devenida objeto de deseo. Novela de amor, tragedia donde lo erótico y la modernidad se entrecruzan, es una obra donde se muestra con mayor arte la infinita complejidad del alma infantil y su resonancia en el adulto. Su protagonista, el profesor inglés Humbert Humbert, queda absolutamente prendado del encanto de Lolita, niña-joven que despierta su pasión y lo arrastra más allá de las convenciones morales y hasta éticas. Este objeto fascinante, que se mueve en el borde y el límite entre lo perverso y el deseo se convierte a lo largo de la novela y después de una serie interminable de diferentes actos de desprecio y de maltrato que la muchacha le descarga al profesor, en un objeto de amor. Esta metamorfosis que, entre otras muchas, pasa por la prueba de la muerte, muestra el devenir de un objeto en otro.
El niño como objeto de deseo es, tal como lo muestran los ejemplos anteriores, un misterio tan ambiguo y misterioso como lo es el deseo mismo, sus avatares y devenires, los distintos lugares que ocupa y nos hace ocupar como lo que somos, sujetos hablantes y por lo mismo deseantes. Que el arte nos permita comprenderlo, avizorarlo y exponerlo no es algo que le sea ajeno al psicoanálisis.
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/psicologia/infancia-invento-moderno_0_967703241.html#.UgNwMkfDf6w.facebook
Durante la Edad Media, en la Europa occidental, predomina una conciencia naturalista de la vida y del paso del tiempo. Cada uno de los miembros del grupo familiar dependía de los demás, y cumplir con la función de procrear era una responsabilidad ineludible, en tanto constituía el vínculo entre le pasado y el futuro. De este modo la vida y la muerte eran momentos naturales y esperables. En este contexto el niño es concebido como un vástago del tronco comunitario y, en tanto tal, era un “niño público”. La primera infancia era la época del aprendizaje: aprendizaje de la casa, del pueblo, del terruño, del juego pero también de las reglas de pertenencia a una comunidad y de las cosas de la vida cotidiana.
En la sociedad medieval, eminentemente agrícola, niños y adultos vestían con las mismas ropas, compartían el trabajo, las horas de descanso y aun los juegos. La edad cronológica tampoco era un elemento diferenciador, ya que muchos adultos no sabían siquiera la fecha de su propio nacimiento ni la de sus hijos. Anotar el día en que habían nacido no era un comportamiento habitual.
A partir del siglo XVII surge la voluntad de preservar la vida del niño, de librar al niño de la enfermedad y de la muerte prematura, repeler la desgracia intentando curarlo, tratando como dice Locke “cuando menos, de hacer que tengan una constitución que no sea propensa a enfermedades”. De este modo, el cuerpo gana autonomía, y en tanto individual y perecedero, es preciso cuidarlo y librarlo del sufrimiento. En este marco, el hijo pequeño es atendido, cuidado y mimado en tanto ocupa un lugar diferente en la sociedad: un niño al que se quiere por sí mismo y no sólo por ser un eslabón más en la cadena de descendencia.
Tiempos modernos
En estos tiempos se observan dos tendencias. Por un lado, algunos padres demasiado apasionados por sus hijos, deslumbrados con este “niño nuevo” a quien consideran más despierto y más maduro. Y, por el otro, los moralistas, que denuncian la complacencia con la que los padres y las madres educan a sus hijos.
En este pasaje histórico se ve el desplazamiento del niño y la niñez desde un estado cuasi natural al estatuto de sujeto y en consecuencia en objeto del deseo del otro, en primer lugar de ese otro que es la madre, que también debido a un desplazamiento de las relaciones ahora puede pensarse como sujeto deseante, deseante entre otras cosas de este niño.
En “Introducción al narcisismo”, Freud acuña una frase que tal vez dé con el tono de la modernidad respecto de la niñez: “su majestad el bebé”. Con ella quiere explicar la fascinación que el niño ejerce en el adulto, ese encanto que hace de él un objeto único, investido de todas las fantasías de los padres. “Su Majestad el bebé tiene la misión de cumplir los irrealizados sueños de sus padres: el varón será un gran hombre y un héroe en lugar del padre y la niña se casará con un príncipe como tardía recompensa para la madre.” Este bebé ocupa un trono a condición de un futuro de grandeza. La apreciación freudiana explicaría abundantemente el lugar del niño en las fantasías parentales y la importancia de mantener ese lugar como cumplimiento de deseos que no han sido alcanzados en la vida propia. Más adelante el análisis del pequeño Hans, uno de sus cinco casos historiales, vuelve a poner en foco no sólo la sexualidad infantil sino el lugar que el niño ocupa en la economía libidinal de sus padres. El caso de Hans es el pionero en el análisis de niños y se realizó a través de los padres del niño que eran seguidores de las teorías freudianas y recurrieron a Freud a partir de una fobia específica que dificultaba la normal vida del niño. Sabemos por el mismo Freud que más adelante este niño fue un artista reconocido y que no recordaba nada de su tratamiento infantil. Justamente hace unos días se ha publicado un libro de François Dachet ¿La inocencia violada? en la que se analiza la obra de Herbert Graff, que así se llamaba Hans o Juanito, y su relación con el psicoanálisis.
¿El país de las maravillas?
Jacques Lacan, en “Dos notas sobre el niño”, plantea que el niño puede localizarse en la estructura familiar en tres modos distintos. Puede hacerlo como síntoma, en cuyo caso estaría representando la verdad de la pareja de los padres, puede hacerlo como objeto (condensador del Goce del otro) y también como falo, identificado con el objeto imaginario del deseo del Otro.
Esta ubicuidad del niño como distintos objetos y en distintas funciones, permite pensar el lugar ambiguo y significativo que ha ocupado en la obra de algunos artistas, como por ejemplo en las fotografías de niñas de Lewis Carroll y su influencia en la creación de una obra como Alicia en el país de las maravillas . Carroll buscaba situaciones idílicas y escenarios hermosos para retratar a sus niñas a quienes leía cuentos y disfrazaba y autorizaba su práctica en la anuencia de los padres de estas criaturas a quienes pedía permiso por carta para fotografiarlas. Alicia Liddell fue una de sus modelos predilectas. Era la hija del deán de la universidad donde él trabajaba. Ella y sus hermanos posaron en numerosas ocasiones para él. Sabido es que esta práctica y algunas otras conductas llevaron tardíamente a imputarlo de pedófilo. Este espacio tan delicado y sutil revela la dificultad de distinguir claramente la localización del niño en el mundo de las fantasías del adulto. Como un dato adicional hay que agregar que ya en su época, los fotógrafos habían comenzado a tomar a los niños como modelos y hay una gran tradición y colección de fotografías de niños en distintas poses, con ropa de adultos, en escenarios inverosímiles y temáticos que representan las modas de la época.
La tradición fotográfica mencionada posee su paralelo en la pintura, que muestra un origen y una vertiente especial en todos los niños Jesús pintados junto a las Vírgenes (Miguel Angel, Raphael). Consecuentemente, en su versión moderna la imagen del niño recorre las obras de autores tan disímiles como Goya, Velázquez, Monet, Cézanne, Gauguin y Picasso entre otros. Hay, por cierto, un librito encantador que reúne estas pinturas bajo el título Garçons , una edición de Agnès Rosenstiehl que muestra la persistencia del tema del niño en la pintura de todos los tiempos. En cada obra el niño aparece bajo una mirada distinta, a veces más ingenua, a veces idealizada, otras atravesada por un erotismo enmascarado.
Finalmente, en la literatura, la Lolita de Vladimir Nabokov parece encarnar también esa vaguedad de la figura infantil devenida objeto de deseo. Novela de amor, tragedia donde lo erótico y la modernidad se entrecruzan, es una obra donde se muestra con mayor arte la infinita complejidad del alma infantil y su resonancia en el adulto. Su protagonista, el profesor inglés Humbert Humbert, queda absolutamente prendado del encanto de Lolita, niña-joven que despierta su pasión y lo arrastra más allá de las convenciones morales y hasta éticas. Este objeto fascinante, que se mueve en el borde y el límite entre lo perverso y el deseo se convierte a lo largo de la novela y después de una serie interminable de diferentes actos de desprecio y de maltrato que la muchacha le descarga al profesor, en un objeto de amor. Esta metamorfosis que, entre otras muchas, pasa por la prueba de la muerte, muestra el devenir de un objeto en otro.
El niño como objeto de deseo es, tal como lo muestran los ejemplos anteriores, un misterio tan ambiguo y misterioso como lo es el deseo mismo, sus avatares y devenires, los distintos lugares que ocupa y nos hace ocupar como lo que somos, sujetos hablantes y por lo mismo deseantes. Que el arte nos permita comprenderlo, avizorarlo y exponerlo no es algo que le sea ajeno al psicoanálisis.
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El peso de la mirada adulta
Por Alba Flesler
De uno u otro modo, al escribir o hablar sobre el niño como
objeto de deseo confesamos en acto el sitio de valor que el niño tiene
para nuestro decir. Parece evidente, y sin embargo no va de suyo que así
sea. De hecho, no siempre fue así.
En los tiempos del Antiguo Régimen, según sostiene Philip Ariés, la sociedad no podía representarse bien al niño, y la duración de la infancia sólo se reducía al período de mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no podía valerse por sí misma. De modo que, en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos.
Con ellos compartía trabajos y juegos, haciendo que el aprendizaje, lejos de serle especial, se sostuviera durante siglos en la convivencia del niño con los adultos, y se sustentara en el contacto directo con ellos.
Nos causa sorpresa pensar que apenas unos siglos atrás, el niño de pocos años era considerado una cosita graciosa, que divertía a la gente como “un animalito”, pero, también saber que, si para el caso y como era frecuente, el pequeño moría, no se daba mucha importancia al asunto. Era reemplazado por otro niño. Y ese suceso lejos estaba de despertar la pregunta por la responsabilidad del adulto, la conciencia o la voluntad de otorgar más cuidado al niño y acaso valorar su vida. Los niños morían ahogados en la práctica habitual del colecho con sus padres sin llegar a ser bautizados, dándonos pruebas del lugar desdibujado que tenía el niño por entonces y la frecuencia de su anonimato.
Desde aquel momento a nuestros días, la escolaridad cifró, sin duda, un verdadero viraje en la perspectiva de la infancia, pero la auténtica revolución se produjo en los albores del siglo XX, cuando Sigmund Freud le dio la palabra al niño.
Le dio la palabra al niño, también le dio el saber a la infancia respecto de la etiología de las neurosis y sus destinos pero abriendo un terreno de inciertas consecuencias a futuro.
Desde entonces, en el breve período transcurrido, vimos al niño entrar en la mira de múltiples disciplinas, ampliándose el interés y el deseo por el niño.
Sin embargo, tomado como objeto, el niño no siempre es objeto de deseo. Dicho con toda la rigurosidad lógica, y atenta a la complejidad de lo que afirmo, diría que un niño sólo es objeto de deseo cuando él, el niño, hace falta. Por eso prefiero distinguir cuándo un niño es colocado predominantemente como objeto de goce, aun con las mejores intenciones, cuándo es sostenido como objeto del deseo enraizado en la falta y cuándo es considerado un objeto de amor abrevado en el narcisismo de sus padres o cuidadores.
En otras palabras, amor, deseo y goce pueden enlazarse benéficamente dando por resultado un espacio abierto para la subjetividad del niño o pueden estrechar sus miras desenlazando sus razones y cercenando la oportunidad de que un niño, sólo tomado como objeto, del deseo, del amor, o del goce, llegue a alcanzar luego y a su vez, una posición de sujeto capaz de amar, de desear y de gozar de las chances que le brinda la vida.
Estos tiempos nos encuentran también debatiendo los derechos del niño para afinar sus beneficios, pero abren una deuda: ocuparnos de nuestro deseo respecto del niño. Pues en la pregunta por la responsabilidad del adulto, y la ardua tarea de delimitar su alcance, se proyecta no sólo el futuro de los niños como objeto de deseo del adulto, también la respuesta que anhelamos que ellos logren como sujeto.
Flesler es autora de “El niño en anAlisis y el lugar de los padres” y “El niño en anAlisis y las intervenciones del analista” (Editorial Paidós).
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/El_peso_de_la_mirada_adulta_0_967703242.html
En los tiempos del Antiguo Régimen, según sostiene Philip Ariés, la sociedad no podía representarse bien al niño, y la duración de la infancia sólo se reducía al período de mayor fragilidad, cuando la cría del hombre no podía valerse por sí misma. De modo que, en cuanto podía desenvolverse físicamente, se le mezclaba rápidamente con los adultos.
Con ellos compartía trabajos y juegos, haciendo que el aprendizaje, lejos de serle especial, se sostuviera durante siglos en la convivencia del niño con los adultos, y se sustentara en el contacto directo con ellos.
Nos causa sorpresa pensar que apenas unos siglos atrás, el niño de pocos años era considerado una cosita graciosa, que divertía a la gente como “un animalito”, pero, también saber que, si para el caso y como era frecuente, el pequeño moría, no se daba mucha importancia al asunto. Era reemplazado por otro niño. Y ese suceso lejos estaba de despertar la pregunta por la responsabilidad del adulto, la conciencia o la voluntad de otorgar más cuidado al niño y acaso valorar su vida. Los niños morían ahogados en la práctica habitual del colecho con sus padres sin llegar a ser bautizados, dándonos pruebas del lugar desdibujado que tenía el niño por entonces y la frecuencia de su anonimato.
Desde aquel momento a nuestros días, la escolaridad cifró, sin duda, un verdadero viraje en la perspectiva de la infancia, pero la auténtica revolución se produjo en los albores del siglo XX, cuando Sigmund Freud le dio la palabra al niño.
Le dio la palabra al niño, también le dio el saber a la infancia respecto de la etiología de las neurosis y sus destinos pero abriendo un terreno de inciertas consecuencias a futuro.
Desde entonces, en el breve período transcurrido, vimos al niño entrar en la mira de múltiples disciplinas, ampliándose el interés y el deseo por el niño.
Sin embargo, tomado como objeto, el niño no siempre es objeto de deseo. Dicho con toda la rigurosidad lógica, y atenta a la complejidad de lo que afirmo, diría que un niño sólo es objeto de deseo cuando él, el niño, hace falta. Por eso prefiero distinguir cuándo un niño es colocado predominantemente como objeto de goce, aun con las mejores intenciones, cuándo es sostenido como objeto del deseo enraizado en la falta y cuándo es considerado un objeto de amor abrevado en el narcisismo de sus padres o cuidadores.
En otras palabras, amor, deseo y goce pueden enlazarse benéficamente dando por resultado un espacio abierto para la subjetividad del niño o pueden estrechar sus miras desenlazando sus razones y cercenando la oportunidad de que un niño, sólo tomado como objeto, del deseo, del amor, o del goce, llegue a alcanzar luego y a su vez, una posición de sujeto capaz de amar, de desear y de gozar de las chances que le brinda la vida.
Estos tiempos nos encuentran también debatiendo los derechos del niño para afinar sus beneficios, pero abren una deuda: ocuparnos de nuestro deseo respecto del niño. Pues en la pregunta por la responsabilidad del adulto, y la ardua tarea de delimitar su alcance, se proyecta no sólo el futuro de los niños como objeto de deseo del adulto, también la respuesta que anhelamos que ellos logren como sujeto.
Flesler es autora de “El niño en anAlisis y el lugar de los padres” y “El niño en anAlisis y las intervenciones del analista” (Editorial Paidós).
http://www.revistaenie.clarin.com/ideas/El_peso_de_la_mirada_adulta_0_967703242.html
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