En memoria de Sarah Hochsttäter Chávez
Durante muchos años, al aproximarse la fecha del “Día Internacional de las Mujeres”, he puesto la mirada en los avances y retrocesos de las políticas públicas a favor de las mujeres. Las más de las veces, me ha quedado un regusto amargo en la boca porque, pese a las promesas, los compromisos y los discursos, el balance ha arrojado un resultado, por decir lo menos, mezquino.
Durante muchos años, al aproximarse la fecha del “Día Internacional de las Mujeres”, he puesto la mirada en los avances y retrocesos de las políticas públicas a favor de las mujeres. Las más de las veces, me ha quedado un regusto amargo en la boca porque, pese a las promesas, los compromisos y los discursos, el balance ha arrojado un resultado, por decir lo menos, mezquino.
Esta mirada tiene que ver con el
contexto de la declaración de esta fecha conmemorativa, proclamada por
la Organización de las Naciones Unidas para promover, en el ámbito de
los países miembros, compromisos internacionales de políticas públicas
orientadas a la eliminación de todas las formas de discriminación en
contra de las mujeres. En consecuencia, creía que había que evaluar, año
tras año, en qué medida los gobiernos del mundo – y en particular el de
Bolivia– estaban avanzando en dirección al cumplimiento de esos
compromisos.
Este 8 de marzo, quiero alejar mi mirada
de los estados y de los gobiernos, en particular del gobierno
boliviano, cuyo principal acto programado para la fecha es la
promulgación ¡¡al fin!! de la “Ley Integral para Garantizar a las
Mujeres una Vida sin Violencia”, asunto que ya ha generado gran
controversia y al que no me referiré en esta oportunidad. Quiero
alejarme de ahí para volcar mi mirada en la gente, en las mujeres de mi
país y del mundo, para evaluar en qué medida este 8 de marzo nos
significa algo.
Creo que para la mayoría de las mujeres
del mundo, esta fecha no representa nada, tal vez ni siquiera sepan que
en esta fecha se conmemora “nuestro día”, sumergidas como están en las
condiciones de pobreza, de sumisión al poder patriarcal, de inaudita y
horrorosa violencia, sin demasiada capacidad de reacción, quien sabe por
simple instinto de supervivencia. Condiciones sostenidas por esos
mismos gobiernos que tan fácilmente suscriben compromisos como los
olvidan o postergan y por el propio sistema de las Naciones Unidas que
–a más de emitir “recomendaciones”– poco o nada hace o puede hacer para
exigirles el cumplimiento de los compromisos retóricos que promueve. ¿O
es que acaso alguien puede dar testimonio de que la mencionada
organización ha sancionado alguna vez, de alguna manera aunque sea
“simbólica”, a algún país que los incumple?
Sin embargo y a pesar de ello, creo que
también hay motivos de celebración. En lo particular, celebro este 8 de
marzo recordando las diversas manifestaciones que se sucedieron en
nuestro país y en el mundo durante el último año, manifestaciones de
repudio a la violencia en contra de las mujeres, de reivindicación de
nuestros derechos, de rechazo a cuanta forma de discriminación se hizo
evidente y celebro, sobre todo y ante todo, la presencia de mujeres y
hombres jóvenes en esas manifestaciones. Las “locas” de antaño ya no
estamos solas, hay una nueva generación que levanta banderas con
identidad y simbolismo propio, con convicción y entusiasmo propio, con
formas y contenidos que señalan un camino de avanzada.
Celebro que el mundo entero condene a
los talibanes que osaron agredir de manera tan brutal a la
pequeña-inmensa Malala Yusafzai, por atreverse a exigir el derecho a la
educación para todas las niñas pakistaníes, y celebro su vida salvada de
manera prodigiosa. Repudio con todas mis fuerzas la violación y
posterior fallecimiento de Jyoti Singh Pandey, en la India el pasado
diciembre, al mismo tiempo que celebro con las mismas fuerzas la
reacción de la gente que enrostró al estado y a la sociedad hindú su
indiferencia ante hechos cotidianos como ese. Celebro el despertar de
una sociedad que dejó de mirar la violación como algo inevitable,
“culturalmente” aceptado, socialmente “tolerado”.
Celebro “la marcha de las putas” que,
recorrió desde Canadá varios países del mundo respondiendo con coraje a
un policía de ese país que dijo: “las mujeres deberían dejar de
vestirse como putas para evitar violaciones”, como si la violación fuese
resultado de la “provocación” de las mujeres hacia seres irracionales
incapaces de controlar sus más elementales “instintos”. Celebro la
presencia de cientos de miles de hombres en esas marchas, hombres que
también se sienten ofendidos por semejante exabrupto, hombres que se
saben hombres en otra dimensión de hombría: la que rechaza la violencia
hacia las mujeres como mandato masculino inexcusable.
En resumen, celebro este 8 de marzo más
allá y al margen de las voluntades políticas de los poderes
constituidos, porque cada vez que la gente se levanta para repudiar al
patriarcado en cualquiera de sus expresiones, cada vez que se pronuncia
en contra del “sentido común” de su naturalización, siento que habito
una sociedad humana más humana, aunque sólo sea “a ratos”.
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