02/04/12 Publicado por Sin permiso
Por Philippe van Parijs -
Por Philippe van Parijs -
M miembro
del Consejo Editorial de SinPermiso, es profesor de filosofía política
en la Universidad de la Nueva Lovaina.
Hace unas
semanas, la ministra de trabajo italiana Elsa Fornero afirmó que, de existir
una renta básica en Italia, “la gente se pondría cómoda y se dedicaría a
comer pasta al pomodoro”. Como respuesta a dicha afirmación, Giuliano
Battiston realizó esta entrevista realizada a Philippe Van Parijs, fundador de
la Basic Income Earth Network (BIEN) y miembro del Consejo Editorial de Sin
Permiso.
-Antes de adentrarnos en las razones
por las cuales deberíamos “otorgar a todos los ciudadanos, de manera
incondicional, una renta básica acumulable con otros ingresos”, quizás convenga
valorar las objeciones más comunes a esta propuesta. . -Comencemos por
aquella –avanzada ya por Marshall, si bien en un contexto diferente–
según la cual los derechos deberían venir acompañados de contrapartidas, de
deberes, de manera que exista un vínculo entre ingreso y trabajo y que la
concesión del mismo se condicione a una contribución productiva o a la voluntad
de realizarla. Como usted recuerda en La renta mínima universal, en Europa continental tiene un
peso importante el modelo ‘bismarckiano’, ‘conservador-corporativo’ de
la protección social, con arreglo al cual ésta debe estar ligada al trabajo y
al estatuto asalariado de los ciudadanos. Del mismo modo, en su ensayo La renta básica y los dos dilemas
del Estado de bienestar reconoce que la parcial “desconexión entre el trabajo y el
ingreso exigiría un replanteamiento radical” en términos culturales, incluso en
aquellos partidos de izquierda que todavía hoy ven en el trabajo un tema
central de su agenda política ¿Cómo favorecer este replanteamiento? ¿Y cómo
responder sobre todo a las objeciones antes mencionadas?
La idea de que el
derecho a un ingreso deba estar ligado al trabajo o a la disposición a
trabajar; la asociación, en definitiva, entre trabajo e ingreso, derivada de
consideraciones éticas, antes que económicas, no se limita a los países del
llamado modelo ‘bismarckiano’. También está presente en el mundo anglosajón, y
yo diría que en todas las sociedades del mundo. A este respecto, es interesante
destacar una singular analogía con la relación ética que durante mucho tiempo
diversas sociedades han instituido entre sexo, gratificación sexual y
reproducción. En todas aquellas sociedades en las cuales, en razón de la
elevada mortalidad infantil, era esencial alcanzar un elevado nivel de
procreación, era común la existencia de un vínculo ético entre gratificación
sexual y “riesgo”, al menos, de procrear, es decir, de contribuir eventualmente
a la supervivencia de la comunidad. Por razones análogas, yo diría que desde
hace mucho tiempo ha arraigado la idea de que sólo se puede acceder a la
gratificación del consumo, y por tanto, del ingreso, a condición de estar
dispuesto a contribuir a la producción (el equivalente de la reproducción, en
el ejemplo de la gratificación sexual). Lo que ocurre es que hoy vivimos en
condiciones tecnológicas y económicas muy distintas, gracias a las cuales ya no
es necesario ni que todas las actividades sexuales estén ligadas a la posibilidad
de procrear, ni que el acceso al ingreso esté condicionado a la contribución a
la productividad, y por consiguiente, al trabajo. Lo que pretendo señalar es
sencillamente que es posible concebir una organización social que no esté
basada en este tipo de ética del trabajo. Soy consciente, en todo caso, de que
este discurso solo muestra la posibilidad de una organización
alternativa, pero no que esta sea justa o deseable. Esto último
exige mucho trabajo pedagógico y la superación de numerosos obstáculos culturales,
tanto a la derecha como a la izquierda. Me parece curioso, de todos modos, que
en todos estos años la objeción ética a la renta básica haya primado sobre las
objeciones técnicas, es decir, aquellas vinculadas a las posibilidades de su
financiación y a su viabilidad política.
-
Para usted, los argumentos a favor de una renta básica universal no pueden
limitarse a consideraciones de orden económico, ya que estos “inevitablemente
apelan a una determinada concepción de la sociedad justa”. Ahora bien, si
decidiéramos contravenir sus indicaciones y limitarnos a la plausibilidad y a
la conveniencia económica, ¿en qué medida la introducción de una renta básica
estaría inspirada en la “preocupación por erradicar no solo la pobreza definida
de manera estrecha y estática, sino también la exclusión”? ¿Y en qué sentido se
trataría, “no de una alternativa al derecho al trabajo, sino más bien de una
contribución esencial a su realización en las circunstancias actuales”?
Lo primero que hay que plantearse es: ¿quiénes son los pobres? Si se adopta una
definición muy simplista de la pobreza en términos de diferencias, alguien es
pobre cuando su ingreso es inferior a un cierto umbral, arbitrario, de pobreza,
definido como nivel de ingreso real. ¿Y cuál es el modo más eficaz para
eliminar esta pobreza monetaria? Aumentar un poquito la carga fiscal de los
ricos, sin volverlos pobres, sin que los ricos acaben por debajo de dicho
umbral de pobreza, y utilizar el dinero recaudado para distribuirlo entre la
gente pobre, de manera que todos estén en condiciones de sobrepasar dicho
umbral. En el vocabulario de los especialistas en política social este método
se denomina target efficiency, y alude a un uso de los recursos capaz de
abolir la poverty gap, la diferencia existente entre ingreso y umbral de
la pobreza. Se trata, empero, de una aproximación algo miope, ya que la target
efficiency máxima crea necesariamente una imposición fiscal marginal sobre
los ricos, al tiempo que incide en un 100 por ciento sobre los pobres. De hecho,
cuando una persona pobre trata de salir de su situación de pobreza o de
desocupación a través de un trabajo declarado que le da algo de dinero, se la
castiga por su esfuerzo con la supresión de un porcentaje proporcional de los
subsidios que recibe. Esto significa que para los ricos la imposición marginal
es del 50 por ciento como máximo – o del 40 por ciento en ciertos países-
mientras que para los pobres es del 100 por ciento, ya que pierden todo lo que
ganan. El único modo de evitar este mecanismo perverso es asegurar incluso a
aquellos que disponen de un ingreso primario que no equivale a cero una
transferencia de dinero que les permita aumentar su ingreso por encima del
umbral de la pobreza. De este modo, es verdad, la target efficiency no
será perfecta, pero su imperfección, es decir, la focalización en los pobres,
es la condición necesaria de una política inteligente de lucha contra la
pobreza que sea, al mismo tiempo, una estrategia contra la exclusión del
mercado de trabajo. La fórmula más simple y sistemática para llevar adelante
una política de este tipo, si bien no es la única, pasa por el subsidio
universal, por la transferencia bruta de una misma cantidad tanto a los que
trabajan como a los que no trabajan. De ese modo, quien siendo pobre decidiera
trabajar, obtendría un ingreso más alto en relación a los periodos en los que
decidiera no hacerlo.
-A
propósito del trabajo, son muchos los que piensan que una renta básica
universal disminuiría la responsabilidad de las personas o incentivaría,
incluso, comportamientos irresponsables. Ya en el siglo XIX, el belga Joseph
Charlier decía que podía estimular la pereza, y más recientemente, John Rawls,
de quien usted se declara deudor en términos teóricos, llegó a afirmar que
quienes practican surf todo el día en las playas de Malibú deberían encontrar
una manera de satisfacer sus propias necesidades, en lugar de beneficiarse de
los fondos públicos. Los “comunitaristas”, por su parte, mantienen que la renta
básica acabaría por debilitar los lazos sociales, al reducir el sentimiento de
responsabilidad y de solidaridad hacia los otros. Usted, en cambio, insiste en
que la renta básica permitiría a cada individuo desarrollar sus capacidades,
eliminaría las dependencias, acrecentaría el poder contractual de los
trabajadores, y cosas semejantes ¿Nos explica sus razones?
Los sistemas actuales que diferencian el nivel de las prestaciones sociales a
partir de la composición del núcleo familiar tienden a conceder más ingresos y
beneficios a dos individuos que vivan separados que a los que lo hagan juntos.
La individualización vinculada a mi interpretación de la renta básica, en
cambio, se traduciría de entrada en un estímulo a la unión, ya que si estos dos
individuos quisieran permanecer juntos, o unirse a otros, no serían
penalizados. Desde este punto de visto, el subsidio universal constituiría un
incentivo a la vida comunitaria y familiar, sobre todo si se compara con
sistemas de seguridad social alternativos. Por otra parte, y frente a quienes argumentan
que es irrazonable conceder un ingreso sin contrapartida alguna, o sin la
garantía de la disposición a trabajar, lo cierto es que la renta básica podría
funcionar también como apoyo sistemático a las actividades no asalariadas.
Comprendo la preocupación “comunitarista” por una vida colectiva activa y
participativa, pero creo que incluso desde esta perspectiva la renta básica
universal es una alternativa mejor a las tradicionales políticas “trabajistas”.
Hay, en todo caso, otra objeción comunitarista, que apela al ligamen
indisoluble existente entre derechos y deberes, que es el que hace posible que
una comunidad pueda funcionar de manera eficaz y que me parece importante.
También yo, debo decir, creo que los ciudadanos tienen que tener obligaciones,
y que en algunos casos estas obligaciones deben tener una adecuada traducción
legal. Es más, creo que incluso allí donde estos deberes no estén consagrados
jurídicamente, los ciudadanos tendrían la obligación de participar en la vida
pública. Lo que ocurre es que, en mi opinión, la renta básica facilitaría el
cumplimiento de este deber, de manera que su existencia es perfectamente
coherente y compatible con dicho vínculo entre derechos y deberes.
- En Salvar la solidaridad, usted habla de la necesidad no
solo de “resistir a la erosión de los elementos universalistas, no selectivos,
del Estado social”, sino de reforzarlos. Si se analizan los términos que
utiliza en su ensayo sobre los fundamentos morales del Estado de bienestar
–incluido en el volumen Restructuring the Welfare State-, destaca la centralidad que en su
razonamiento ocupa la necesidad de repensar de manera radical los componentes
fundamentales de nuestros sistemas de protección social. Esto exigiría que
dejaran de ser una red que captura e incluso que inmoviliza a los individuos,
para permitir que estos puedan ejercitar efectivamente su propia libertad ¿Cómo
alumbrar, en todo caso, lo que en The Second Marriage of Justice and
Efficiency ha definido como un nuevo contrato social capaz de conjugar mayor
seguridad y mayor flexibilidad?
La justicia no es solo una cuestión de ingreso sino también de poder. Esto
comprende la posibilidad de escoger qué hacer con la propia vida, tanto si se
trata de dedicar menos horas al trabajo retribuido como de disponer de un
acceso más sencillo al trabajo remunerado. Es lo que, en otros términos, he
definido como la libertad real de actuar, en el trabajo y fuera de él. Incluso
cuando hablamos de un ingreso, esto es, de un recurso monetarizable, las
ventajas no se limitan al bienestar material de las personas sino también al
uso que podamos hacer de nuestro tiempo. La renta básica universal nos
permitiría acceder al trabajo remunerado, desarrollar actividades fuera del
trabajo y gozar de un mayor nivel de consumo. Al ser incondicionada, en
efecto, contribuiría a combatir la exclusión del trabajo y a escoger entre
trabajos diversos y entre diferentes actividades no estrictamente laborales.
Son todos estos elementos los que harían posible un matrimonio con la justicia.
Para comprender, por otro lado, su relación con la eficiencia, deberíamos en
cambio reconocer que en muchos países la cuestión central reside en la gestión
y creación inteligente de capital humano, y que el ingreso es el instrumento
que mejor facilita la circulación y la movilidad entre las esferas del trabajo,
de la formación y de la familia. Cuando se dispone de un ingreso individual,
universal e incondicionado, es más fácil decidir en un momento dado disminuir o
interrumpir el ritmo laboral para dedicarse mejor a los hijos, esto es, a la
creación de capital humano para las generaciones futuras. O para profundizar la
propia formación y adptarse mejor a las estructuras siempre cambiantes del
mercado de trabajo. De este modo, se podría trabajar más y, al haber recibido
una formación complementaria más avanzada, cambiar más fácilmente de profesión.
Se trata, obviamente, de una medida que exige numerosas reformas
complementarias en el sistema educativo. Pero creo que la introducción de un
ingreso mínimo universal podría constituir la base, el núcleo duro de una
política capaz de facilitar una mejor circulación entre las esferas antes
aludidas y de afrontar los cambios económicos estructurales y la crisis
coyuntural por la que atravesamos.
-
A propósito de la crisis, se podría decir que refleja las contradicciones y la
debilidad de un modelo económico-cultural, el neoliberal, cuya hegemonía, según
algunos, podría estar llegando a su fin. En La renta mínima universal usted afirma que una
reflexión seria y rigurosa sobre la renta básica nos ayudaría a repensar las
funciones del Estado social frente a la “crisis multiforme” que lo acecha, así
como abordar los retos que la mundialización impone a quienes quieran ofrecer
una alternativa radical e innovadora al neoliberalismo ¿En qué términos,
puestos a ello, constituye la renta básica una alternativa al neoliberalismo?
La crisis actual, al igual que la de los años treinta del siglo XX, es el
producto de una serie de fallas institucionales. Lo cierto es que las reformas
introducidas tras aquella crisis impidieron que se produjeran otras similares,
de la misma manera que hoy tenemos Estados sociales y prestaciones sin los
cuales las consecuencias sociales y económicas de lo que está ocurriendo serían
mucho más dramáticas. Es innegable, en todo caso, que la crisis actual tiene
que ver con instituciones que no han funcionado bien porque no habían sido
diseñadas de manera adecuada o porque acabaron transformadas por una doctrina
ultra-liberal que exigía menores regulaciones. Es evidente, pues, la necesidad
de un mayor control del sistema bancario, del sector inmobiliario y de las
aseguradoras, ambos ligados al propio sistema bancario. Y es evidente, en
términos más generales, que hace falta una regulación global en ciertos
sectores centrales para el funcionamiento de la economía. En este sentido, es
posible hablar de una auténtica crisis del neoliberalismo. La renta básica no
podría, desde luego, haber evitado la crisis, sería absurdo afirmarlo. Pero si
en algunos países la crisis resulta menos grave precisamente gracias a
ciertas formas de protección social, es indudable que la introducción de una
renta básica habría podido mitigar todavía más sus efectos. Las condiciones
para la redistribución, sobre todo en el ámbito de la ocupación, habrían sido
mejores que las actuales. Querría agregar otro elemento, en todo caso, que
considero importante, y que está vinculado a las razones por las cuales a
inicios de los años ochenta comencé a interesarme por la renta básica
universal. Ya en aquellos años me planteaba cuáles podían ser los instrumentos
idóneos para resolver el problema del desempleo, que era muy importante en
Europa sobre todo tras la recesión de los años setenta. Todos los economistas
sostenían que era necesario un mayor crecimiento, pero para mi y para otros
como yo que formábamos parte del movimiento ecologista era absurdo recurrir a
una política de aumento del crecimiento, incluso porque en términos realistas
habríamos necesitado crecer al 7 u al 8 por ciento anual para resolver el
problema. Me parecía, en cambio, que la idea de una renta básica universal
podía cumplir dos funciones. Por un lado, podía resultar satisfactoria para
aquel sector del movimiento ecologista de izquierda que aspiraba a preservar y
cuidar el ambiente y a resolver, al miemos tiempo, los problemas sociales. Por
otra parte, podía dar respuesta a quienes reclamaban un nuevo proyecto para la
izquierda europea de finales del siglo XX, a quienes sentían la necesidad de
tener un horizonte de futuro que no se redujera a un mercado cada vez más
poderoso, como pretendían los neoliberales, y que no supusiese un control cada
vez mayor del Estado o una apropiación colectiva o estatal de los medios de
producción, como sugerían algunos marxistas. Se trataba de dar más poder no al
Estado o al mercado, sino a cada individuo, garantizando a todos la
supervivencia, y de favorecer, al mismo tiempo, el crecimiento y el desarrollo
de esferas de actividad más allá tanto del propio Estado como del mercado.
-
En Salvar la
solidaridad, escribe que un pensamiento rawlsiano de izquierdas resulta
crucial para preservar los espacios de distribución existentes y oponerse con
fuerza a la fragmentación de la solidaridad. Pero también afirma que es
menester comprometerse con la creación de mecanismos que permitan una amplia
redistribución a escala europea. La pregunta, en este punto, sería: ¿cómo
resolver esta tensión entre capacidad económica y política, entre la
insostenibilidad económica de un generoso estado de bienestar nacional y la
insostenibilidad política de un generoso estado de bienestar transnacional? En
otros términos, ¿cómo obviar el hecho de que, como usted mismo apunta, cuanto
más se amplía el ámbito geográfico político, menores son las posibilidades
políticas de llevar adelante cambios económicos?
Por una parte, están los Estados nacionales, que tienen capacidad política para
acometer una distribución más justa, pero que afrontan cada vez más
dificultades económicas a causa de la competición fiscal y social del mundo
globalizado. Por otra parte, existen entidades políticamente más amplias, como
la Unión Europea, que tendrían capacidad económica para operar esta
distribución, pero que carecen de capacidad política. Frente a este dilema:
¿qué hacer? No creo que exista esperanza alguna de restaurar la capacidad
económica de los Estados nacionales. Existe, no obstante, la esperanza de
promover y crear capacidades de actuación política en una escala más elevada.
La cuestión es que los mecanismos de redistribución macro regionales no caerán
del cielo, de la mente iluminada de un filósofo, ni mucho menos de los
ordenadores de los burócratas de Bruselas. Más bien, serán el resultado de una
movilización suficientemente fuerte de las asociaciones, organizaciones y
entidades que representan y defienden los intereses de los más vulnerables, de
aquellos para quien esta redistribución es esencial. La desgracia es que hoy no
existe un movimiento paneuropeo, transnacional, verdaderamente cohesionado y
fuerte. La lucha de los sindicatos es a menudo fragmentaria, y las
confederaciones de partidos políticos de izquierda son débiles. ¿Cómo remediar
esta situación? Yo creo que hay actuar en el nivel de las “precondiciones”,
favorecer la capacidad de movilización y de coordinación de los lobbies
que representan las asociaciones de los más débiles. En este sentido,
deberíamos exigir, por ejemplo, la institución de una única capital política
europea. La doble sede de Estrasburgo y Bruselas facilita, en mi opinión, la
actuación de los lobbies más poderosos, que tienen capacidad para
perseguir a los parlamentarios allá donde haga falta y de influir en sus
decisiones. Lo más importante, en todo caso, es superar el problema de la
diversidad lingüística: una vez más, los actores político-económicos más
“sólidos” se pueden permitir intérpretes y traductores de calidad, coordinarse
y movilizarse con suficiencia. En cambio, quienes representan las necesidades
más difusas de la población no pueden hacerlo. Para que estos límites puedan
superarse de manera eficaz y sin costos prohibitivos, haría falta una
democratización radical y acelerada de la lingua franca, del inglés, un
instrumento de poder importantísimo que constituye una precondición para la
factibilidad política de muchas iniciativas. Por otro lado, es menester
aumentar la transparencia de las decisiones de las autoridades políticas
públicas y de las empresas privadas y asegurar su accesibilidad a todos a
través de internet. Finalmente, es un deber cívico, una obligación social
alimentar el gran depósito de internet con información confiable, trabajándola
con integridad y competencia. Internet representa, de hecho, un instrumento
excepcional para dar más poder a quien tiene menos.
-
Como hemos visto, por renta básica universal, usted entiende un “ingreso
otorgado por una comunidad política a todos sus miembros, de manera individual,
sin control de los recursos ni exigencias de contrapartidas”. En esta
definición hay algunos problemas. Por un lado, establecer los límites
geográficos de la comunidad política. Por otro, estipular las condiciones de
pertenencia a la misma y, en términos más generales, una teoría de la justicia
que resulte adecuada. Usted defiende la necesidad de pensar alguna forma de
justicia global y de contribuir al “advenimiento lento, caótico pero urgente de
las primeras formas de democracia planetaria”. Consciente del carácter
“parcialmente utópico” de dicha democracia planetaria, en Salvar la solidaridad sostiene,
en cambio, que deberíamos promover una suerte de “patriotismo solidarista”. Y
en su ensayo International Distributive Justice sugiere, contra las
tesis de quienes piensan que no puede haber justicia global sin un orden
socio-económico global, sin instituciones democráticas o estructuras de alcance
global, adoptar una “concepción minimalista de los requisitos necesarios y
suficientes de la justicia global”. ¿Nos explica mejor el vínculo entre
patriotismo solidarista y justicia social global?
Defiendo esta concepción minimalista de la justicia para dar sentido al
concepto de justicia global, pero eso no significa negar la necesidad de alguna
forma de funcionamiento democrático global. Se trata, en realidad, de una
objeción a las posiciones de quienes, como Thomas Nagel o Ronald Dworkin,
entienden que el concepto de justicia igualitaria solo tiene sentido si existe
una comunidad democrática. Ciertamente, un marco democrático de este tipo
aumentaría las probabilidades de avanzar hacia la realización de esta
concepción. Pero la ausencia de una democracia global no nos impide pensar la
justicia en términos globales. Por lo que respecta al futuro inmediato y al más
lejano, creo que las instituciones más adecuadas para conseguir democracia y
justicia en diferentes escalas deberían ser del tipo “cappuccino”: en la escala
central va la base fuerte de café, la que da “solidez” a la estructura
institucional en su complejidad, ya que sin café no habría cappuccino. Pero
como tampoco este existiría sin leche y sin cacao, estos ingredientes se
distribuyen de modo descentralizado, en el nivel nacional, en el caso de una
estructura de tipo europeo, o en el regional, a partir de los municipios, de
las asociaciones, y así sucesivamente. El hecho de que las exigencias de
estabilidad de la arquitectura institucional y la necesidad de evitar la
competencia en el plano fiscal y social demanden una fuerte centralidad incluso
en los países federales, con competencias diferentes en ámbitos más
descentralizados, no debería impedirnos imaginarnos formas de articulación más
ambiciosas, más originales y experimentales. Estas formas de articulación
deberían estar moldeadas a partir de circunstancias y ámbitos concretos. El
campo de la sanidad, por ejemplo, podría operar de manera mucho más
descentralizada. En todo caso, la estabilidad del conjunto solo se reforzará si
quienes contribuyen a la redistribución se sienten implicados y comprometidos
con una comunidad que lleva adelante un proyecto original. Y si, junto a esa
base fuerte y amplia de redistribución para todos, existen instrumentos
suplementarios y más circunscritos de solidaridad, que promuevan, justamente,
un patriotismo solidarista. En otros términos, pienso que es posible estar
convencido de la importancia de tener instituciones de distribución a nivel
europeo, e incluso mundial, que representen una base para todos, y al mismo
tiempo adherir a proyectos de cohesión social más ambiciosos en un ámbito más
circunscrito. Todo esto, en cualquier caso, será posible cuando, en lugar de
realizar aproximaciones oportunistas, podamos madurar la adhesión orgullosa a
una comunidad política en la que vida sea mejor gracias a la participación
común en un proyecto social.
http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=4843
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