Por Eduardo Bustelo
Afirma Giorgio Agamben, el limbo puede definirse como la experiencia de los niños muertos sin bautismo y que no tienen ninguna culpa pero que permanecen en la culpa del pecado original. No pueden ser condenados al infierno puesto que no cometieron ningún pecado y permanecen alejados perpetuamente de la contemplación de Dios. Tampoco podrían ir a la contemplación definitiva de Dios puesto que conservan la mancha originaria del pecado. Santo Tomás explica que los niños del limbo no experimentan dolor pues no pueden sufrir una pena por alguna falta que no cometieron. No tienen conciencia de estar privados del bien absoluto, por lo tanto, no caen en la desesperación como los condenados al infierno. Agamben explica que, están como “definitivamente perdidos, habitan sin dolor en el abandono divino”. Sin la felicidad de los que se salvaron ni la desesperación de los condenados viven en una tristeza suspendida. Se trata de criaturas en una situación muy grave ya que están anuladas: ni condenadas ni salvadas, sujetas a una invalidación radical. Esto nos remite a una dramática pregunta: ¿No es el limbo “la realidad” de la infancia en la cultura?
El limbo es una metáfora más que fuerte respecto a la situación de
la infancia y muy particularmente a su status jurídico. Me refiero al
estado de excepción, una de las categorías más profundas formulada por
Agamben, donde analiza “la ambigüedad constitutiva del orden jurídico
por el cual éste parece estar siempre al mismo tiempo afuera y adentro
de sí mismo, a la vez vida y norma, hecho y derecho”. Se ha constituido
en la forma regular de gobierno moderno. La legalidad del orden jurídico
y su continuidad consiste en legalizar la exclusión de quienes no
tienen derechos y suspenderlos como excepción. En otras palabras: los
derechos de la infancia se reconocen en su condición de existencia pero
se desconocen en su condición de ejercicio. Esto puede instalar al
derecho peligrosamente en una relación con la vida, protegiéndola, o en
su inverso que es lo más frecuente: la vida sin protección del derecho.
Agamben citando a Benjamín dice: “la tradición de los oprimidos nos
enseña que el estado de excepción en el cual vivimos es la regla”. Si el
estado de excepción es la regla aboliendo así la aplicación de la ley,
ello borra dramáticamente la distinción entre violencia y derecho,
entre ley y verdugo, y por ende, la policía también se mueve en estado
de excepción.
M. Foucault explica la correlación entre el orden jurídico y el
poder, en su libro La Verdad y sus Formas Jurídicas. Recorre la historia
de las distintas formas a través de las cuales las sociedades
implementaron normas definidas como “verdad” desde un supuesto poder -el
poder judicial- como si éste estuviera afuera del sistema de poder.
Así, el poder judicial ha pretendido definirse como “la verdad sin poder
en contra de un poder sin verdad”. En realidad, el surgimiento de
sistemas disciplinarios y punitivos y especialmente de las instituciones
de encierro de “menores”, así como las normas de una “verdad”
administrada, han estado asociados a necesidades concretas del sistema
de poder y no a una justicia institucionalizada separada y por encima de
la sociedad como poder autónomo. Siguiendo los razonamientos de
Foucault, la verdad jurídicamente administrada tiene que ver con el
saber como poder y el surgimiento de profesiones asociadas a la gestión
de la justicia. Aquí el poder muestra “su” realidad en correlación con
la defensa de sus intereses y en la sanción de una “legalidad” que
corporativamente le favorece y que muy poco tiene que ver con la defensa
de los intereses de niños y niñas.
En la relación humano/inhumano, corre paralelamente la de
infancia-adulto. El niño seria lo inhumano como anterior a lo humano
puesto que es anterior al lenguaje. De acuerdo al “saber”
adultocéntrico, cuando la infancia es abolida o abandonada allí
aparecería lo humano. Gracias al lenguaje el hombre adquiere como una
segunda naturaleza que lo hace apto para vivir una vida en común. Pero
tal vez la humanidad consistiría en su inverso. Jean-Francois Lyotard lo
plantea correctamente: “privado de habla, incapaz de mantenerse
erguido, vacilante sobre los objetos de su interés (…), insensible a la
razón común, el niño es eminentemente lo humano porque su desamparo
anuncia y promete los posibles. Su retraso inicial con respecto a la
humanidad, que hace de él el rehén de la comunidad adulta, es también lo
que manifiesta a esta última la falta de humanidad de la que padece y
lo que la llama a ser más humana”. Si hay algo que está cuestionado y
que solo podríamos sostener con arrogancia es precisamente la humanidad
de los adultos en la cultura presente. Porque es en la adultez en donde
lo humano y lo feroz frecuentemente coinciden. Entonces, la tarea no
sería el abandono de la infancia sino el retorno a la misma, a la
indeterminación inicial del hombre de la que nació y continúa naciendo.
Allí está la libertad, allí está lo posible.
Dadas las reflexiones anteriores, definir la cultura de la infancia
como minoridad, es un acto de soberbia y violencia que representa el
poder de los adultos. La infancia es esencialmente quiebre y ruptura. Es
el nacimiento de lo nuevo y una apertura que se anuncia. Son los que
nacen sin hablar y no hablan lo que los adultos hablan. Por estar fuera
del lenguaje, son la posibilidad de sustentar la palabra. Ernst Bloch en
su magistral interpretación de la utopía la definió como lo que
“todavía no ha llegado a ser”. Ésta posibilidad de una nueva alternativa
anticipada coincide con la infancia. Alternativa que expresa la
exigencia de una esperanza que es la infancia de lo nuevo. Por eso, para
cambiar la pesadez extenuante de la negatividad del mundo, ahora que
jueguen los niños.
Eduardo Bustelo Graffigna, politólogo argentino, experto en
administración pública y planificación social, consultor de Naciones
Unidas en política social y combate a la pobreza, ex director de
política social de UNICEF para América Latina, autor del libro “El
recreo de la infancia”.
http://inversionenlainfancia.net/blog/entrada/opinion/187
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