sábado, 25 de mayo de 2013

Mundo- Bangladesh y la explotación de los trabajadores. Dossier

5-5-13 Sin Permiso

Este Dossier sobre Bangladesh consta de los siguientes textos:
 1) Jorge Yabkowski: ¿Cuán lejos estamos de Bangladesh?
2) Deborah Orr:  De Tejas a Dhaka, la explotación económica sigue derramando sangre
3) Maha Rafi Atal: La tragedia de la fábrica de Bangladesh y los moralistas de la economía explotadora
4) Vijay Prashad: Los trabajadores de Bangladesh necesitan algo más que boicots

 ¿Cuán lejos estamos de Bangladesh?
 Ruman es uno de los 5 millones de niños que trabajan más de 6 horas al día en Bangladesh. Su sueldo no sobrepasa los 12 euros mensuales. "Salgo a jugar cuando se va la luz en la fábrica”, cuenta. (1)
Sin zapatos. Sin guantes. Ni cascos, ni lentes de protección. Así cada día se enfrenta Ruman a su jornada de trabajo. Él ya es uno de los trabajadores más veteranos del galpón 2, donde comenzó hace 5 años, cuando apenas alcanzaba los 7.
Al escuchar la sirena a la siete de la mañana, Ruman corre cada día hasta la puerta de la fábrica, que no es más que un galpón improvisado de tres pisos, en el que se reporta una temperatura promedio de 40 grados, combatida por dos ventiladores huérfanos de la mitad de sus aspas. La luz natural suele colarse con timidez por las cuatro ventanas dibujadas en las paredes y que han sido tapadas por grandes carteles de distinta publicidad electoral.
Esta improvisada empresa es una de las 600 que funcionan en la capital de Bangladesh, donde los niños entre 5 y 12 años representan la mano de obra más barata del mercado. El Ministerio del Trabajo asegura que sus sueldos equivalen al 30 por ciento del presupuesto familiar.
En Bangladesh, Pakistán, India y China se fabrica el 70 por ciento de la ropa del mundo. En la semana de la salud y la seguridad en el trabajo, cuando estaba comenzando el Encuentro Nacional de Salud laboral de la CTA una de estas factorías infames que fabricaba ropa para Mango, Wall Mart y otras marcas de occidente se derrumbó en Bangla Desh provocando más de 500 muertes entre los trabajadores.(2) La cifra final, una vez que termine la remoción de los escombros, puede llegar a 1000, igual a la cifra oficial de muertos por accidentes de trabajo de nuestro país en un año. Los obreros muertos ganaban un promedio de 38 euros por mes. Una sola prenda  de Mango en la quinta avenida de Nueva York puede costar tres o cuatro veces tanto.

¿Bangladesh está lejos de la Argentina?
 Casi al cierre de nuestro Encuentro Nacional pudimos ver el video producido por ATE sobre la explosión en la Universidad de Río Cuarto. La multinacional belga SET y la aceitera General Deheza introdujeron sin autorización en la planta piloto varios tanques de hexano. Estudiando bio combustibles para maximizar sus ganancias provocaron la muerte de ocho trabajadores (investigadores, profesores, alumnos, personal auxiliar).
¿En qué se diferencia SET de Mango? ¿En qué se diferencia Aceitera General Deheza de los patrones bengalíes? Solo en el número de muertos que cargan sobre sus espaldas.
En el comienzo del encuentro recordamos a Andrea y Margarita, las compañeras muertas en Areco por una infección por legionella, bacteria intrahospitalaria que estaba en los splits del aire acondicionado. La ausencia de higiene y prevención en Areco ¿en qué se diferencia de la fábrica en la que trabaja Ruman, el niño bengalí? Solo en la profundidad y extensión de la mugre.
 El 22 de abril el gabinete de Bangladesh bloqueó una ley que tendía a mejorar las condiciones de trabajo desastrosas que imperan en el país. Lo hizo por presión de las multinacionales, que amenazaron con irse a otra parte si les imponían mínimas condiciones de salud laboral. El 24 se vino abajo la fábrica.
Frente al proyecto de ley de salud laboral de la CTA basado en la prevención que presentara el año pasado el compañero Víctor de Gennaro  el gobierno se apuró a sancionar, con apoyo del PRO (macrismo),  la ley 26557 redactada en conjunto por Jorge Brito y Horacio de Mendiguren, en nombre de la Unión Industrial Argentina (UIA) y la Asociación de Bancos. ¿Hay alguna diferencia entre la actitud  del gobierno bengalí y el de Cristina Kirchner?
El 26 de abril con tres días de duelo nacional, la industria de la confección en Bangla Desh se paralizó. Los trabajadores cortaron cinco de las principales autopistas y se movilizaron al centro de Daca exigiendo seguridad y castigo a los culpables de la masacre.
El 24 de octubre de 2012 CTA y CGT rodeamos al Congreso en una movilización multitudinaria para rechazar el proyecto del gobierno, la UIA y la Asociación de Bancos.

No estamos tan lejos de Bangladesh.
  Según la OIT, anualmente se producen 2,34 millones de muertes de origen laboral en el mundo, de las cuales 321.000 son producidas por accidentes de trabajo. La pérdida de 2,02 millones de vidas se produce a consecuencia de enfermedades relacionadas con el trabajo, aunque esta relación quede oculta. Es decir, 6.410 muertes diarias.
De todos estos temas hablamos en nuestro Encuentro Nacional 150 compañeros de 14 provincias. Volvimos a la carga re-presentando nuestro proyecto de ley el 25 de abril. Esta vez con una mesa con la presencia de Víctor, pero también de Leonardo Fabbre de la CGT. Se ampliaron los apoyos respecto al 2012. Entre los nuevos firmantes del anteproyecto está Facundo Moyano.
El plan de trabajo aprobado en el encuentro incluye seguir avanzando en la elección de los delegados de prevención. Culminará el 7 de Octubre, día mundial del trabajo decente en una Jornada de acción nacional contra la precarización y la violencia laboral.
Aquí, en Bangladesh y en todo el mundo la batalla por la salud laboral es una parte esencial de la lucha contra la voracidad del capital. Y esa batalla no se concibe sin la movilización unitaria de toda la clase trabajadora.
 Notas:
2.Cientos de trabajadores de la confección mueren en Bangladesh, Rory O´Neill. http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5917


Jorge Yabkowski es Secretario de Salud Laboral de la CTA. Presidente de la Federación de Asociaciones Sindicales de Profesionales de la Salud de la República Argentina.
De Tejas a Dhaka, la explotación económica sigue derramando sangre
  Ya se trate de una explosión en una fábrica de fertilizantes en los EE. UU. o del derrumbe del edificio de una fábrica en Bangladesh, se tiende a dar noticia de las catástrofes industriales casi como si se tratase de un desastre natural. Un individuo que lleva a cabo una matanza a tiros o pone una bomba, eso sí que son noticias, eso es censurable, eso es merecedor de justicia para las víctimas. Pero cuando la culpa la tienen las empresas, el dedo acusador se juzga menos importante. Lo que resulta extraño, en cierto modo. La humanidad nunca puede decir con plena seguridad qué gentes perturbadas o enojadas son verdaderamente peligrosas.
 Pero una buena gestión del riesgo industrial es notablemente conseguible. Una explosión en la West Fertilizer Company de Tejas hace unos días [el 18 de abril] mató a 14 personas e hirió a muchas otras. ¿Fue solo un terrible accidente que no podía haberse previsto?
 Quizás. Pero la fábrica había sido multada por los reguladores norteamericanos debido sus chapuceras disposiciones, razón por la cual tuvo que apoquinar sólo 5.250 dólares.
 En el año 2006 se investigó a la empresa después de recibir “quejas a causa de los olores”. Se descubrió que había estado utilizando materiales controlados sin autorización. Rellenando una solicitud para poder utilizar legalmente esas substancias peligrosas, en lugar de hacerlo ilegalmente, resolvió la cuestión. Mirando hacia atrás, estas intervenciones por parte de los reguladores parecen bastante irrisorias, aunque las razones del accidente no se han determinado todavía.
 Sin embargo, la empresa matriz, Adair Grain Inc, va a ser llevada a juicio por compañías de seguros en nombre de una serie de particulares, en una demanda que afirma que la empresa "obró de modo negligente en lo tocante al funcionamiento de sus instalaciones, creando una situación irrazonablemente peligrosa, que acabó provocando el incendio y la explosión".
 El derrumbe de una fábrica textil de ocho plantas esta semana en Dhaka es un desastre de mucha mayor envergadura. El viernes [26 de abril] se habían extraído más de 2.000 cuerpos de los escombros, casi 300 de ellos muertos. Las estimaciones sugieren que puede haber llegado a 5.000 el número los trabajadores en el edificio. Los testigos han declarado que se les dijo que volvieran al trabajo tras informar de la aparición de una grieta en uno de los muros. No se puede evitar preguntarse si acaso se trata de un edificio que nunca fue construido para soportar el peso de 5.000 personas más su maquinaria.
 Está claro que la dirección no había prestado atención a la muerte de 112 trabajadores en una fábrica de confección de ropa en un barrio cercano, Ashulia, en noviembre pasado. Se declaró un día de luto en Dhaka por los fallecidos, pero pocos meses después se ha producido un desastre mayor con más víctimas. Esta vez se declaró un día de luto en todo el país.
 No hace falta ser un científico sofisticado para entender lo que está pasando en Bangladesh. Se trata del segundo exportador mundial de prendas de vestir después de China. El secreto del éxito en ambos países es que un trabajo barato y cualificado elabora una ropa de excelente calidad, pero se vende al por menor a precios que son una minucia en Occidente. El salario mensual de la industria textil de Bangladesh puede llegar a ser de sólo 25 libras esterlinas, mientras que con 25 libras se pueden adquirir tres bonitas prendas en cualquier calle comercial de Gran Bretaña. Primark ha confirmado que uno de sus proveedores trabajaba en el edificio, mientras que Matalan afirma que había utilizado empresas ubicadas en el edificio en un pasado reciente. Nuevamente, nada hay que nos sorprenda. Los grupos de presión han estado tratando de nombrar y afear a los proveedores occidentales para que impulsen los niveles de salud y seguridad de los trabajadores del mundo en desarrollo con cierto éxito, pero no todo lo que desearían.
 Hay una escuela de pensamiento que cree que la explotación en curso es culpa enteramente de la industria de la moda. Pero eso no es del todo cierto. Si preguntamos a los diseñadores de moda si preferirían adquirir cada temporada una o dos piezas cuidadosamente escogidas de entre colecciones de calidad superior o un montón de gangas de calle comercial todos los meses, se decantarían encarecidamente por la primera opción. Es algo así como afirmar que los cocineros más famosos son la razón por la que hay establecimientos de pollo frito. Los minoristas de las calles comerciales ofrecen una aproximación de pacotilla de las elaboradas colecciones de moda de calidad, una experiencia de gratificación excitante para el consumidor que resulta un tanto desesperada, muy parecida al envase grasiento que ofrece cierta comodidad, pero no mucho alimento. Comprar cosas constantemente es una afición occidental, adictiva pero insatisfactoria. Llena el tiempo sin exigir compromisos ni destrezas.  
 El horror cotidiano de la sociedad postindustrial estriba en que descualifica y vuelve pasiva a aquella gente que otrora habría estado fabricando aquellos cosas que ahora compra en cambio en las tiendas. Y solo se pueden permitir comprar esas cosas porque la gente de otros países no puede permitirse decir que “no” a fabricarlas en condiciones que hoy se consideran – justamente – inaceptables aquí. La gente compra esos productos porque están a precios baratos que se convirtieron en la némesis del antiguo “taller del mundo” [expresión para referirse a la Gran Bretaña victoriana].
 Mucho se ha valorado la capacidad de la globalización para extender la riqueza. En realidad, se trata de un proceso endemoniado que recompensa a una población explotable hasta que se vuelve demasiado grande para sus zapatos, y a la que deja luego tirada, con el producto tan solo del siguiente grupo de víctimas para mantenerse a flote. Con el tiempo, la gente de Bangladesh logrará condiciones de trabajo decentes, como las lograron los trabajadores de la Gran Bretaña industrial. Y entonces también ellos comprarán prendas de ropa baratas hecha en fábricas remotas en las que no serán ellos los que trabajen.
 Lo que está sucediendo en la actualidad es un vasto reajuste de seres humanos y de sus categorías económicas. Los niveles generales de vida todavía se predican ampliamente de la parte del mundo en que vivimos nosotros. Pero la globalización difunde una relativa pobreza lo mismo que una relativa riqueza. Al final, los pobres del mundo y los ricos del mundo lo tendrán todo en común unos con otros y nada en común con sus vecinos y compatriotas.
 Puede verse ya, no sólo en la condena de la "dependencia de prestaciones sociales" sino en la demanda de empresas para la inmigración, por mucho que sea el dolor de cabeza que les plantea a los políticos. Lo vemos en la clase de los consumidores de China, que afluye a las tiendas occidentales de "moda asequible”, como Zara y H&M, que florecen en Asia como margaritas en un parque. Se ve en la forma en que dos fábricas, en dos partes del mundo que a primera vista no podrían tener menos que ver, acabaron causando la muerte de un grupo de empleados.
 Y se ve, por supuesto, en la continuidad de las luchas económicas, a medida que el equilibrio de poder se escapa del mundo desarrollado al mundo en desarrollo, en un masivo ajuste estructural. Es una paradoja que la Unión Europea aparezca como culpable principal en buena parte de esto.. Cualesquiera que sean sus fallos, sigue representando el mayor experimento en igualdad transfronteriza que se haya visto alguna vez en el planeta. Y sin embargo, nunca ha sido menos popular entre la población de los países miembros. ¿Qué solución puede haber, sin embargo, si no forma parte de ello el intento de crear una igualdad de condiciones comerciales en países en situación económica diversa?
 Hasta que los seres humanos no se den cuenta de que la explotación económica sistemática es tan cruel y disociada como disparar un arma de fuego contra un grupo de extraños, seguirá habiendo sangre. Mucha sangre.

Deborah Orr es columnista del diario británico The Guardian.

The Guardian, 26 de abril de 2013

La tragedia de la fábrica de Bangladesh y los moralistas de la economía explotadora
  Tras el derrumbe de una fábrica la semana pasada en Dhaka, ha aparecido un peligroso  argumento que circula por la blogosfera. El argumento, al que han dado voz medios tan diversos como Slate [revista electrónica norteamericana] y The Spectator [veterana revista conservadora inglesa], es que los beneficios económicos de la economía de las fábricas de explotación laboral [conocidas en inglés como “sweatshops”, literalmente “talleres de sudor”] rebasan la preocupación por los derechos de los trabajadores de los talleres.   
 Estos talleres, dice el argumento, no pagan gran cosa (cerca de 40 dólares en Bangladesh), pero pagan bastante más que la agricultura de subsistencia, principal alternativa a disposición de los trabajadores pobres en los países en desarrollo. El atractivo de un mayor salario, horarios más regulares y la independencia, en el caso de las mujeres, atrae a los trabajadores de zonas rurales a los barrios miserables de las ciudades en busca de trabajo en las fábricas. La globalización, y con ella la deslocalización del trabajo manufacturero de los países ricos a los pobres, ha sacado a millones de personas de la extrema pobreza (definida como vivir con menos de 1 dólar al día). Cerrar totalmente estas fábricas de explotación sólo conseguiría aniquilar estos logros.
 Esto es verdad hasta cierto punto. Pero no se sigue de ello que no se pueda mejorar el modelo.
 El argumento en favor de estas fábricas se ve favorecido, por supuesto, por una derecha contraria a la regulación, pero se encuentra reflejado en una izquierda que intenta asimismo imponer una falsa elección entre aceptar estas fábricas y no tener fábrica alguna. Los activistas contrarios a estos talleres envuelven a menudo su crítica de estas fábricas en una crítica más amplia de la globalización. Presionar a favor no sólo de mayores niveles de seguridad sino también de salarios que se equilibren con los del mundo desarrollado constituye una táctica que tendrá el efecto de clausurar en su conjunto las manufacturas del mundo en desarrollo. Las empresas necesitan ahorrarse algún dinero en trabajo con el fin de justificar el coste adicional de fabricar en el extranjero.
 Desde luego, muchos activistas contrarios a estas fábricas estarían encantados de que cerraran, se revirtiera la globalización, y los empleos de manufacturas volvieran a Occidente. Eso es lo que hace difícil tomarles en serio cuando afirman tener como interés lo mejor para los bangladeshíes.  
 Por el contrario, los activistas han de separar la cuestión del declive industrial de Occidente (y de qué hacer con sus estancadas economías postindustriales) de los salarios y las condiciones laborales de los trabajadores industriales del mundo en desarrollo. Tienen que abogar a favor de una globalización mejor y más humana, no en contra de la globalización en su conjunto.  
 Esta defensa tendrá que incluir una distinción entre los salarios, que no han de ser los mismos en todas partes, y los derechos de los trabajadores, que sí deben ser iguales. El coste de la vida  en Bangladesh es bastante más reducido que en los Estados Unidos o Europa; los activistas deberían presionar para que los trabajadores bangladeshíes ganaran salarios que guardasen relación con el coste de los alimentos y la vivienda en el país. De acuerdo con las organizaciones sindicales, debería ser como mínimo de 60 dólares mensuales.
 Sin embargo, si el coste de la vida varía de un lugar a otro, lo que una vida cuesta y vale debería ser igual en todas partes. Por esa razón, todo trabajador merece un puesto de trabajo que sea limpio y seguro, así como el derecho a organizarse para protegerse de los abusos. Cuando Matt Yglesias, de Slate [1], sostiene que las muertes de los trabajadores están justificadas, en efecto, por la pobreza del país (su eufemismo para ello es que los trabajadores de Bangladesh están dispuestos a aceptar "opciones distintas [de las de los trabajadores norteamericanos] en el espectro de riesgo-recompensa"), hace equivalente el coste de una vida con el coste de la vida, confundiendo el valor humano de una persona con su estatus socioeconómico. Eso está mal.
 Los argumentos aducidos por los comentaristas, tanto a favor como en contra de estas fábricas, dan por hecho que el status quo es bueno para las empresas. El trabajo barato es indudablemente una bendición para las empresas, pero los baremos de mala calidad no lo son. Los edificios que se vienen abajo o son presa del fuego, los lugares de trabajo poco higiénicos en los que los trabajadores caen enfermos de forma regular…suponen interrupciones en la producción y pérdida de ingresos. También significan mala prensa y la caída del valor de las acciones, que es la razón por la cual las empresas occidentales se proveen de una plausible capacidad de negar cualquier vínculo con estas fábricas cuando acaece un desastre.  
 Para muchas multinacionales, el problema ha consistido en que mantener gestores “in situ” en cada país resulta prohibitivamente caro. Han optado en cambio por complejas cadenas de suministro en las que hay decisiones clave en manos de contratistas independientes que no responden ante los accionistas. Las tecnologías modernas sobre datos pueden cerrar este resquicio: nuevas empresas como SourceMap pueden ayudar a las empresas a gestionar sus cadenas de suministro más directamente. Ese tipo de transparencia es bueno para las empresas lo mismo que para los trabajadores.
 Acaso el aspecto más insidioso del debate sobre los talleres de explotación laboral, no obstante, es el modo en el que los comentaristas ofrecen alegremente una descripción del status quo como defensa del mismo. Los trabajadores de Bangladesh escogieron  estos empleos, y los escogieron sobre la base racional de que estos puestos de trabajo pagan mejor que las alternativas disponibles. Así pues, los comentaristas favorables a estas fábricas, como Alex Massie, de The Spectator [2], argumentan que estos lugares deben ser cosa buena. Pero, ¿qué libertad hay en esa elección cuando en la alternativa – agricultura de subsistencia – se gana menos de 1 dólar al día, un salario que las Naciones Unidas consideran el umbral de la pobreza extrema?
 Si la elección es "libre" sólo en el sentido más formal, entonces ¿por qué deberíamos asumir que es buena?
 Ese es el problema del discurso económico moderno y su principal protagonista, el homo economicus. No se trata simplemente de que los expertos se muestren reacios a encarar las cuestiones subjetivas que rodean a la toma de decisiones. Es que el pensamiento positivo – centrarse en cómo se toman decisiones más que en si esas decisiones son buenas – está siendo substituido por el análisis normativo.
 Si se asume que todos los seres humanos son igualmente libres y racionales en sus opciones elegidas, si somos todos homo economicus, entonces todas las elecciones que hagamos deben ser buenas. En lugar abordar cuestiones morales, asignamos valor moral al modo como son las cosas, y al hacerlo, perdemos la capacidad de imaginar un mundo mejor.
 [1] “Different Places Have Different Safety Rules and That´s OK”, Matthew Yglesias, Slate, 24 de abril de 2013.
 [2] “In Praise of Sweatshops”, Alex Massie, The Spectator, 26 de abril de 2013.    

Maha Rafi Atal es periodista independiente y directora ejecutiva de Public Business, una organización sin ánimo de lucro en defensa del periodismo económico en interés público.

The Guardian, 29 de abril de 2013

Los trabajadores de Bangladesh necesitan algo más que boicots
  Cuando se difundió la noticia del derrumbe del edificio cerca de Savar, no lejos de Dhaka, la capital de Bangladesh, los trabajadores salieron en tropel de las fábricas de endeble construcción dispuestos a ayudar en las labores de rescate…y dispuestos también a destrozar coches y levantar barricadas en las calles. Sentían en igual medida compasión por sus compañeros trabajadores e ira por el sistema sin rostro que reduce su vida diaria a horas confeccionando prendas de ropa y minutos para descansar. No les detuvo el miedo al castigo de la policía. Necesitaban estar en las calles, registrar su viviente humanidad ante un mundo que solo los veía doblados sobre sus máquinas o como cuerpos muertos que sacan de entre los escombros de un desastre. Los trabajadores con sangre en las venas son una visión poco familiar.
 Los propietarios de las fábricas se apresuraron a cerrrar sus unidades subcontratadas y buscar refugio detrás de Atiqul Islam, presidente de la Bangladesh Garment Manufacturers and Exporters Association (BGMEA – Asociación de Exportadores y Fabricantes de Ropa de Bangladesh). Este hombre demostró poco interés por los heridos y los muertos. Estaba preocupado por “las alteraciones de la producción debida la agitación” y declaró que la violencia de los trabajadores era "otro duro golpe a la industria de confección de ropa". Es de esperar que esos funcionarios se muestren consternados por las fábricas paradas y los trabajadores intranquilos. Cada segundo que están las máquinas inmóviles les cuesta dinero. La benevolencia es un negocio caro.
 El sindicalismo y el activismo político de izquierdas ya tenían profundas raíces en Bangladesh en el momento de su nacimiento en 1971. En lo que había sido una provincia oriental de Pakistán, los centros de lucha anticolonial se transformaron en movimientos sindicales y socialistas. De esas corrientes nació la Liga Awami de Sheikh Mujibur Rahman, que dirigió el esfuerzo hacia la independencia. Esa herencia sigue estando en el calendario: el Primero de Mayo es fiesta nacional.
 Sin embargo, la privatización de la industria y las funciones del Estado comenzaron en serio en 1975, y tomaron impulso en los 80. Ese fue el periodo en el que el gobierno decidió que Bangladesh iba a convertirse en un nexo de la cadena global de mercancías de manufactura de ropa, que contabiliza el 80% de sus ganancias de exportación. Se crearon las Zonas de Procesamiento para la Exportación (ZPE), en las que se prohibieron las organizaciones sindicales. Con ello se atrajo a las firmas multinacionales de ropa a  Bangladesh, que llegaron a acuerdos con subcontratistas locales, que a su vez controlaban la producción con márgenes muy estrechos. La única salida a las quejas de los trabajadores por las miserables condiciones que se veían obligados a soportar eran los anárquicos estallidos de violencia. Así es cómo los empleados expresaban su ira, y esto proporcionó a los gestores de las fábricas lo mismo que al gobierno la excusa para endurecer su celo represivo sobre las vidas de los trabajadores.
 La contracción del crédito que se inició en 2007 melló este modelo dirigido a la exportación favorecido por el Estado bangladeshí. Una menor actividad en las tiendas del norte global condujo al despido de una cuarta parte de los trabajadores de la ZPE de Dhaka. En los últimos dos años, los trabajadores de Bangladesh han salido a la calle para protestar por los despidos de sus compañeros.
 Los trabajadores de Ashulia se echaron a la calle porque uno de los suyos – se informó de un tal “Salman” – había sido detenido. Su protesta se topó con la policía y un hombre resultó muerto por arma de fuego. Los trabajadores de Narayanganj se declararon en huelga después de que una de las empresas despidiera a 126 empleados. Cuando los dirigentes de la huelga fueron atacados por matones que según se cree habían sido contratados por los propietarios de las fábricas, los trabajadores respondieron demoliendo Kolapatti, un mercado en el que los rufianes tenían su cuartel general. Mientras se desarrollaba esta lucha, la Fábrica de Confección Tazreen acabó envuelta en llamas, lo que causó la muerte de 125 trabajadores. Miles y miles más salieron airados a la calle, pidiendo la cabeza de los propietarios y condiciones laborales más seguras.
 Estas acciones no constituyen un fenómeno nuevo sino que se remontan a una militancia que data de la década de 1920. En aquellos primeros años, los movimientos de trabajadores podían desarrollarse a partir de una resistencia espontánea. Sin embargo, esto resulta hoy más difícil debido a las condiciones laborales de anomia en las que a los sindicatos les resulta duro organizarse y la represión policial es intensa. Tras los disturbios de Ashulia y Narayanganj, el gobierno creó una célula de gestión de crisis y una fuerza de policía industrial, pero no para supervisar las leyes laborales. Su tarea consistía en espiar a las organizaciones de trabajadores.
 Pese a la dificultad de atraer a trabajadores mal pagados y exhaustos a reuniones sindicales, la Federación Nacional de Trabajadores de Confección de Ropa y el Centro Sindical de Trabajadores de Confección de Ropa, de dirección comunista, siguen todavía activos. Las ONG también han entrado en la refriega, sobre todo el Centro para la Solidaridad de los Trabajadores de Bangladesh, una iniciativa respaldada por sindicatos norteamericanos. Sin embargo, este respaldo no significa protección alguna: el principal organizador del centro, Aminul Islam, fue asesinado el año pasado..
 Dan Mozena, embajador norteamericano en Bangladesh, declaró a la BGMEA en junio pasado que si se observaba que ignoraban los derechos laborales, eso podía "acabar creando una tormenta perfecta que supusiera una amenaza para la marca Bangladesh en Norteamérica".
 La reacción del norte global al último "accidente" de Bangladesh ha consistido en hablar de boicots: romper la cadena del producto en el punto del consumo. Pero eso no basta. Lo que se necesita es un apoyo sólido a los trabajadores conforme intentan levantar sus propias organizaciones en el punto de producción. La presión sobre los gobiernos del Atlántico norte que sobreprotegen a las empresas multinacionales permitiría crear un espacio vital para los trabajadores, que sufrirían, si no, toda la ira de las empresas que envuelven su represión con el almibarado lenguaje del trabajo duro y las tasas de crecimiento.
 Los bangladeshíes son bien capaces de organizarse sindicalmente; lo que necesitan es respaldo político para poder hacerlo. Lo que se necesita asimismo es una nítida oposición, no a este o ese minorista sino al sistema que produce bolsas de economías de bajos salarios en el sur con el fin de alimentar un sistema de consumo impulsado por la deuda en el norte. Ninguno de nosotros está en contra de las conexiones globales, pero ya es más que hora de que pongamos la cabeza a trabajar para rechazar esta globalización neoliberal.
 Vijay Prashad es profesor de Historia del Sur de Asia en el Trinity College de Connecticut (EE.UU.). Entre sus libros se cuentan The Darker Nations: a People´s History of the Third World, Arab Spring, Libyan Winter, y muy recientemente, The Poorer Nations: a Possible History of the Global South (Verso).
 The Guardian, 30 de abril de 2013
  Traducción y selección de los tres últimos artículos para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5939

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