Este Dossier sobre Bangladesh
consta de los siguientes textos:
1) Jorge Yabkowski: ¿Cuán lejos estamos de Bangladesh?
2) Deborah Orr: De Tejas a Dhaka, la explotación
económica sigue derramando sangre
3) Maha Rafi Atal: La tragedia de la
fábrica de Bangladesh y los moralistas de la economía explotadora
4) Vijay Prashad: Los trabajadores de
Bangladesh necesitan algo más que boicots
¿Cuán lejos
estamos de Bangladesh?
Ruman es uno de los 5 millones de niños que trabajan más
de 6 horas al día en Bangladesh. Su sueldo no sobrepasa los 12 euros
mensuales. "Salgo a jugar cuando se va la luz en la fábrica”, cuenta.
(1)
Sin zapatos. Sin guantes. Ni cascos, ni lentes de protección. Así cada día
se enfrenta Ruman a su jornada de trabajo. Él ya es uno de los trabajadores más
veteranos del galpón 2, donde comenzó hace 5 años, cuando apenas alcanzaba los
7.
Al escuchar la sirena a la siete de la mañana, Ruman
corre cada día hasta la puerta de la fábrica, que no es más que un galpón
improvisado de tres pisos, en el que se reporta una temperatura promedio de 40
grados, combatida por dos ventiladores huérfanos de la mitad de sus aspas. La
luz natural suele colarse con timidez por las cuatro ventanas dibujadas en las
paredes y que han sido tapadas por grandes carteles de distinta publicidad
electoral.
Esta improvisada empresa es una de las 600 que funcionan
en la capital de Bangladesh, donde los niños entre 5 y 12 años representan la
mano de obra más barata del mercado. El Ministerio del Trabajo asegura que sus
sueldos equivalen al 30 por ciento del presupuesto familiar.
En Bangladesh,
Pakistán, India y China se fabrica el 70 por ciento de la ropa del mundo. En la
semana de la salud y la seguridad en el trabajo, cuando estaba comenzando el
Encuentro Nacional de Salud laboral de la CTA una de estas factorías infames
que fabricaba ropa para Mango, Wall Mart y otras marcas de occidente se
derrumbó en Bangla Desh provocando más de 500 muertes entre los trabajadores.(2)
La cifra final, una vez que termine la remoción de los escombros, puede llegar
a 1000, igual a la cifra oficial de muertos por accidentes de trabajo de
nuestro país en un año. Los obreros muertos ganaban un promedio de 38 euros por
mes. Una sola prenda de Mango en la quinta avenida de Nueva York puede
costar tres o cuatro veces tanto.
¿Bangladesh está lejos de la Argentina?
Casi al cierre de nuestro Encuentro Nacional pudimos ver
el video producido por ATE sobre la explosión en la Universidad de Río Cuarto.
La multinacional belga SET y la aceitera General Deheza introdujeron sin
autorización en la planta piloto varios tanques de hexano. Estudiando bio
combustibles para maximizar sus ganancias provocaron la muerte de ocho
trabajadores (investigadores, profesores, alumnos, personal auxiliar).
¿En qué se diferencia SET de Mango? ¿En qué se diferencia
Aceitera General Deheza de los patrones bengalíes? Solo en el número de muertos
que cargan sobre sus espaldas.
En el comienzo del encuentro recordamos a Andrea y
Margarita, las compañeras muertas en Areco por una infección por legionella,
bacteria intrahospitalaria que estaba en los splits del aire acondicionado. La
ausencia de higiene y prevención en Areco ¿en qué se diferencia de la fábrica
en la que trabaja Ruman, el niño bengalí? Solo en la profundidad y extensión de
la mugre.
El 22 de abril el gabinete de Bangladesh bloqueó
una ley que tendía a mejorar las condiciones de trabajo desastrosas que imperan
en el país. Lo hizo por presión de las multinacionales, que amenazaron con irse
a otra parte si les imponían mínimas condiciones de salud laboral. El 24 se
vino abajo la fábrica.
Frente al proyecto de ley de salud laboral de la CTA
basado en la prevención que presentara el año pasado el compañero Víctor de Gennaro
el gobierno se apuró a sancionar, con apoyo del PRO (macrismo), la
ley 26557 redactada en conjunto por Jorge Brito y Horacio de Mendiguren, en
nombre de la Unión Industrial Argentina (UIA) y la Asociación de Bancos. ¿Hay
alguna diferencia entre la actitud del gobierno bengalí y el de Cristina
Kirchner?
El 26 de abril con tres días de duelo nacional, la
industria de la confección en Bangla Desh se paralizó. Los trabajadores
cortaron cinco de las principales autopistas y se movilizaron al centro de Daca
exigiendo seguridad y castigo a los culpables de la masacre.
El 24 de octubre de 2012 CTA y CGT rodeamos al Congreso
en una movilización multitudinaria para rechazar el proyecto del gobierno, la
UIA y la Asociación de Bancos.
No estamos tan lejos de Bangladesh.
Según la OIT, anualmente se producen 2,34
millones de muertes de origen laboral en el mundo, de las
cuales 321.000 son producidas por accidentes de trabajo. La pérdida
de 2,02 millones de vidas se produce a consecuencia de enfermedades
relacionadas con el trabajo, aunque esta relación quede oculta. Es
decir, 6.410 muertes diarias.
De todos estos temas hablamos en nuestro Encuentro
Nacional 150 compañeros de 14 provincias. Volvimos a la carga re-presentando
nuestro proyecto de ley el 25 de abril. Esta vez con una mesa con la presencia
de Víctor, pero también de Leonardo Fabbre de la CGT. Se ampliaron los apoyos
respecto al 2012. Entre los nuevos firmantes del anteproyecto está Facundo
Moyano.
El plan de trabajo aprobado en el encuentro incluye seguir
avanzando en la elección de los delegados de prevención. Culminará el 7 de
Octubre, día mundial del trabajo decente en una Jornada de acción nacional
contra la precarización y la violencia laboral.
Aquí, en Bangladesh y en todo el mundo la batalla por la
salud laboral es una parte esencial de la lucha contra la voracidad del
capital. Y esa batalla no se concibe sin la movilización unitaria de toda la
clase trabajadora.
Notas:
1.La Vanguardia
30-04-2013 http://www.lavanguardia.com/54371657150/index.html
2.Cientos de trabajadores de
la confección mueren en Bangladesh, Rory O´Neill. http://www.sinpermiso.info/textos/index.php?id=5917
Jorge Yabkowski es
Secretario de Salud Laboral de la CTA. Presidente de la Federación de
Asociaciones Sindicales de Profesionales de la Salud de la República Argentina.
De Tejas a
Dhaka, la explotación económica sigue derramando sangre
Ya se trate de una explosión en una fábrica de
fertilizantes en los EE. UU. o del derrumbe del edificio de una fábrica en
Bangladesh, se tiende a dar noticia de las catástrofes industriales casi como
si se tratase de un desastre natural. Un individuo que lleva a cabo una matanza
a tiros o pone una bomba, eso sí que son noticias, eso es censurable, eso es
merecedor de justicia para las víctimas. Pero cuando la culpa la tienen las
empresas, el dedo acusador se juzga menos importante. Lo que resulta extraño,
en cierto modo. La humanidad nunca puede decir con plena seguridad qué gentes
perturbadas o enojadas son verdaderamente peligrosas.
Pero una buena gestión del riesgo industrial es
notablemente conseguible. Una explosión en la West Fertilizer Company de Tejas
hace unos días [el 18 de abril] mató a 14 personas e hirió a muchas otras. ¿Fue
solo un terrible accidente que no podía haberse previsto?
Quizás. Pero la fábrica había sido multada por los
reguladores norteamericanos debido sus chapuceras disposiciones, razón por la
cual tuvo que apoquinar sólo 5.250 dólares.
En el año 2006 se investigó a la empresa después de
recibir “quejas a causa de los olores”. Se descubrió que había estado
utilizando materiales controlados sin autorización. Rellenando una solicitud
para poder utilizar legalmente esas substancias peligrosas, en lugar de hacerlo
ilegalmente, resolvió la cuestión. Mirando hacia atrás, estas intervenciones
por parte de los reguladores parecen bastante irrisorias, aunque las razones
del accidente no se han determinado todavía.
Sin embargo, la empresa matriz, Adair Grain Inc, va a ser
llevada a juicio por compañías de seguros en nombre de una serie de
particulares, en una demanda que afirma que la empresa "obró de modo
negligente en lo tocante al funcionamiento de sus instalaciones, creando una
situación irrazonablemente peligrosa, que acabó provocando el incendio y la
explosión".
El derrumbe de una fábrica textil de ocho plantas esta
semana en Dhaka es un desastre de mucha mayor envergadura. El viernes [26 de
abril] se habían extraído más de 2.000 cuerpos de los escombros, casi 300 de
ellos muertos. Las estimaciones sugieren que puede haber llegado a 5.000 el
número los trabajadores en el edificio. Los testigos han declarado que se les
dijo que volvieran al trabajo tras informar de la aparición de una grieta en
uno de los muros. No se puede evitar preguntarse si acaso se trata de un
edificio que nunca fue construido para soportar el peso de 5.000 personas más
su maquinaria.
Está claro que la dirección no había prestado atención a
la muerte de 112 trabajadores en una fábrica de confección de ropa en un barrio
cercano, Ashulia, en noviembre pasado. Se declaró un día de luto en Dhaka por
los fallecidos, pero pocos meses después se ha producido un desastre mayor con
más víctimas. Esta vez se declaró un día de luto en todo el país.
No hace falta ser un científico sofisticado para entender
lo que está pasando en Bangladesh. Se trata del segundo exportador mundial de
prendas de vestir después de China. El secreto del éxito en ambos países es que
un trabajo barato y cualificado elabora una ropa de excelente calidad, pero se
vende al por menor a precios que son una minucia en Occidente. El salario
mensual de la industria textil de Bangladesh puede llegar a ser de sólo 25
libras esterlinas, mientras que con 25 libras se pueden adquirir tres bonitas
prendas en cualquier calle comercial de Gran Bretaña. Primark ha confirmado que
uno de sus proveedores trabajaba en el edificio, mientras que Matalan afirma
que había utilizado empresas ubicadas en el edificio en un pasado reciente.
Nuevamente, nada hay que nos sorprenda. Los grupos de presión han estado
tratando de nombrar y afear a los proveedores occidentales para que impulsen
los niveles de salud y seguridad de los trabajadores del mundo en desarrollo
con cierto éxito, pero no todo lo que desearían.
Hay una escuela de pensamiento que cree que la
explotación en curso es culpa enteramente de la industria de la moda. Pero eso
no es del todo cierto. Si preguntamos a los diseñadores de moda si preferirían
adquirir cada temporada una o dos piezas cuidadosamente escogidas de entre
colecciones de calidad superior o un montón de gangas de calle comercial todos
los meses, se decantarían encarecidamente por la primera opción. Es algo así
como afirmar que los cocineros más famosos son la razón por la que hay
establecimientos de pollo frito. Los minoristas de las calles comerciales
ofrecen una aproximación de pacotilla de las elaboradas colecciones de moda de
calidad, una experiencia de gratificación excitante para el consumidor que
resulta un tanto desesperada, muy parecida al envase grasiento que ofrece
cierta comodidad, pero no mucho alimento. Comprar cosas constantemente es una
afición occidental, adictiva pero insatisfactoria. Llena el tiempo sin exigir
compromisos ni destrezas.
El horror cotidiano de la sociedad postindustrial estriba
en que descualifica y vuelve pasiva a aquella gente que otrora habría estado
fabricando aquellos cosas que ahora compra en cambio en las tiendas. Y solo se
pueden permitir comprar esas cosas porque la gente de otros países no puede
permitirse decir que “no” a fabricarlas en condiciones que hoy se consideran –
justamente – inaceptables aquí. La gente compra esos productos porque están a
precios baratos que se convirtieron en la némesis del antiguo “taller del
mundo” [expresión para referirse a la Gran Bretaña victoriana].
Mucho se ha valorado la capacidad de la globalización
para extender la riqueza. En realidad, se trata de un proceso endemoniado que
recompensa a una población explotable hasta que se vuelve demasiado grande para
sus zapatos, y a la que deja luego tirada, con el producto tan solo del
siguiente grupo de víctimas para mantenerse a flote. Con el tiempo, la gente de
Bangladesh logrará condiciones de trabajo decentes, como las lograron los
trabajadores de la Gran Bretaña industrial. Y entonces también ellos comprarán
prendas de ropa baratas hecha en fábricas remotas en las que no serán ellos los
que trabajen.
Lo que está sucediendo en la actualidad es un vasto
reajuste de seres humanos y de sus categorías económicas. Los niveles generales
de vida todavía se predican ampliamente de la parte del mundo en que vivimos
nosotros. Pero la globalización difunde una relativa pobreza lo mismo que una relativa
riqueza. Al final, los pobres del mundo y los ricos del mundo lo tendrán todo
en común unos con otros y nada en común con sus vecinos y compatriotas.
Puede verse ya, no sólo en la condena de la
"dependencia de prestaciones sociales" sino en la demanda de empresas
para la inmigración, por mucho que sea el dolor de cabeza que les plantea a los
políticos. Lo vemos en la clase de los consumidores de China, que afluye a las
tiendas occidentales de "moda asequible”, como Zara y H&M, que
florecen en Asia como margaritas en un parque. Se ve en la forma en que dos
fábricas, en dos partes del mundo que a primera vista no podrían tener menos
que ver, acabaron causando la muerte de un grupo de empleados.
Y se ve, por supuesto, en la continuidad de las luchas
económicas, a medida que el equilibrio de poder se escapa del mundo
desarrollado al mundo en desarrollo, en un masivo ajuste estructural. Es una
paradoja que la Unión Europea aparezca como culpable principal en buena parte
de esto.. Cualesquiera que sean sus fallos, sigue representando el mayor
experimento en igualdad transfronteriza que se haya visto alguna vez en el
planeta. Y sin embargo, nunca ha sido menos popular entre la población de los
países miembros. ¿Qué solución puede haber, sin embargo, si no forma parte de
ello el intento de crear una igualdad de condiciones comerciales en países en
situación económica diversa?
Hasta que los seres humanos no se den cuenta de que la
explotación económica sistemática es tan cruel y disociada como disparar un
arma de fuego contra un grupo de extraños, seguirá habiendo sangre. Mucha
sangre.
Deborah Orr es columnista del diario británico The Guardian.
The Guardian, 26 de abril de 2013
La tragedia de
la fábrica de Bangladesh y los moralistas de la economía explotadora
Tras el derrumbe de una fábrica la semana pasada en
Dhaka, ha aparecido un peligroso argumento que circula por la blogosfera.
El argumento, al que han dado voz medios tan diversos como Slate
[revista electrónica norteamericana] y The Spectator [veterana revista
conservadora inglesa], es que los beneficios económicos de la economía de las
fábricas de explotación laboral [conocidas en inglés como “sweatshops”,
literalmente “talleres de sudor”] rebasan la preocupación por los derechos de
los trabajadores de los talleres.
Estos talleres, dice el argumento, no pagan gran cosa
(cerca de 40 dólares en Bangladesh), pero pagan bastante más que la agricultura
de subsistencia, principal alternativa a disposición de los trabajadores pobres
en los países en desarrollo. El atractivo de un mayor salario, horarios más
regulares y la independencia, en el caso de las mujeres, atrae a los
trabajadores de zonas rurales a los barrios miserables de las ciudades en busca
de trabajo en las fábricas. La globalización, y con ella la deslocalización del
trabajo manufacturero de los países ricos a los pobres, ha sacado a millones de
personas de la extrema pobreza (definida como vivir con menos de 1 dólar al
día). Cerrar totalmente estas fábricas de explotación sólo conseguiría aniquilar
estos logros.
Esto es verdad hasta cierto punto. Pero no se sigue de
ello que no se pueda mejorar el modelo.
El argumento en favor de estas fábricas se ve favorecido,
por supuesto, por una derecha contraria a la regulación, pero se encuentra reflejado
en una izquierda que intenta asimismo imponer una falsa elección entre aceptar
estas fábricas y no tener fábrica alguna. Los activistas contrarios a estos
talleres envuelven a menudo su crítica de estas fábricas en una crítica más
amplia de la globalización. Presionar a favor no sólo de mayores niveles de
seguridad sino también de salarios que se equilibren con los del mundo
desarrollado constituye una táctica que tendrá el efecto de clausurar en su
conjunto las manufacturas del mundo en desarrollo. Las empresas necesitan
ahorrarse algún dinero en trabajo con el fin de justificar el coste
adicional de fabricar en el extranjero.
Desde luego, muchos activistas contrarios a estas
fábricas estarían encantados de que cerraran, se revirtiera la globalización, y
los empleos de manufacturas volvieran a Occidente. Eso es lo que hace difícil
tomarles en serio cuando afirman tener como interés lo mejor para los
bangladeshíes.
Por el contrario, los activistas han de separar la
cuestión del declive industrial de Occidente (y de qué hacer con sus estancadas
economías postindustriales) de los salarios y las condiciones laborales de los
trabajadores industriales del mundo en desarrollo. Tienen que abogar a favor de
una globalización mejor y más humana, no en contra de la globalización en su
conjunto.
Esta defensa tendrá que incluir una distinción entre los
salarios, que no han de ser los mismos en todas partes, y los derechos de los
trabajadores, que sí deben ser iguales. El coste de la vida en Bangladesh
es bastante más reducido que en los Estados Unidos o Europa; los activistas
deberían presionar para que los trabajadores bangladeshíes ganaran salarios que
guardasen relación con el coste de los alimentos y la vivienda en el país. De
acuerdo con las organizaciones sindicales, debería ser como mínimo de 60
dólares mensuales.
Sin embargo, si el coste de la vida varía de un lugar a
otro, lo que una vida cuesta y vale debería ser igual en todas partes. Por esa
razón, todo trabajador merece un puesto de trabajo que sea limpio y seguro, así
como el derecho a organizarse para protegerse de los abusos. Cuando Matt
Yglesias, de Slate [1], sostiene que las muertes de los
trabajadores están justificadas, en efecto, por la pobreza del país (su
eufemismo para ello es que los trabajadores de Bangladesh están dispuestos a
aceptar "opciones distintas [de las de los trabajadores norteamericanos]
en el espectro de riesgo-recompensa"), hace equivalente el coste de una
vida con el coste de la vida, confundiendo el valor humano de una persona con
su estatus socioeconómico. Eso está mal.
Los argumentos aducidos por los comentaristas, tanto a
favor como en contra de estas fábricas, dan por hecho que el status quo es
bueno para las empresas. El trabajo barato es indudablemente una bendición
para las empresas, pero los baremos de mala calidad no lo son. Los edificios
que se vienen abajo o son presa del fuego, los lugares de trabajo poco
higiénicos en los que los trabajadores caen enfermos de forma regular…suponen
interrupciones en la producción y pérdida de ingresos. También significan mala
prensa y la caída del valor de las acciones, que es la razón por la cual las
empresas occidentales se proveen de una plausible capacidad de negar cualquier
vínculo con estas fábricas cuando acaece un desastre.
Para muchas multinacionales, el problema ha consistido en
que mantener gestores “in situ” en cada país resulta prohibitivamente caro. Han
optado en cambio por complejas cadenas de suministro en las que hay decisiones
clave en manos de contratistas independientes que no responden ante los
accionistas. Las tecnologías modernas sobre datos pueden cerrar este resquicio:
nuevas empresas como SourceMap pueden ayudar a las empresas a gestionar sus
cadenas de suministro más directamente. Ese tipo de transparencia es bueno para
las empresas lo mismo que para los trabajadores.
Acaso el aspecto más insidioso del debate sobre los
talleres de explotación laboral, no obstante, es el modo en el que los
comentaristas ofrecen alegremente una descripción del status quo como defensa
del mismo. Los trabajadores de Bangladesh escogieron estos
empleos, y los escogieron sobre la base racional de que estos puestos de
trabajo pagan mejor que las alternativas disponibles. Así pues, los
comentaristas favorables a estas fábricas, como Alex Massie, de The
Spectator [2], argumentan que estos lugares deben ser cosa buena.
Pero, ¿qué libertad hay en esa elección cuando en la alternativa – agricultura
de subsistencia – se gana menos de 1 dólar al día, un salario que las Naciones Unidas
consideran el umbral de la pobreza extrema?
Si la elección es "libre" sólo en el sentido
más formal, entonces ¿por qué deberíamos asumir que es buena?
Ese es el problema del discurso económico moderno y su
principal protagonista, el homo economicus. No se trata simplemente de que los
expertos se muestren reacios a encarar las cuestiones subjetivas que rodean a
la toma de decisiones. Es que el pensamiento positivo – centrarse en cómo se
toman decisiones más que en si esas decisiones son buenas – está siendo
substituido por el análisis normativo.
Si se asume que todos los seres humanos son igualmente
libres y racionales en sus opciones elegidas, si somos todos homo economicus,
entonces todas las elecciones que hagamos deben ser buenas. En lugar abordar
cuestiones morales, asignamos valor moral al modo como son las cosas, y al
hacerlo, perdemos la capacidad de imaginar un mundo mejor.
[1] “Different Places Have Different
Safety Rules and That´s OK”, Matthew Yglesias, Slate, 24 de abril de
2013.
[2] “In Praise of Sweatshops”, Alex
Massie, The Spectator, 26 de abril de 2013.
Maha Rafi Atal es periodista independiente y directora ejecutiva
de Public Business, una organización sin ánimo de lucro en defensa del
periodismo económico en interés público.
The Guardian, 29 de abril de 2013
Los
trabajadores de Bangladesh necesitan algo más que boicots
Cuando se difundió la noticia del derrumbe del edificio
cerca de Savar, no lejos de Dhaka, la capital de Bangladesh, los trabajadores
salieron en tropel de las fábricas de endeble construcción dispuestos a ayudar
en las labores de rescate…y dispuestos también a destrozar coches y levantar
barricadas en las calles. Sentían en igual medida compasión por sus compañeros
trabajadores e ira por el sistema sin rostro que reduce su vida diaria a horas
confeccionando prendas de ropa y minutos para descansar. No les detuvo el miedo
al castigo de la policía. Necesitaban estar en las calles, registrar su
viviente humanidad ante un mundo que solo los veía doblados sobre sus máquinas
o como cuerpos muertos que sacan de entre los escombros de un desastre. Los
trabajadores con sangre en las venas son una visión poco familiar.
Los propietarios de las fábricas se apresuraron a cerrrar
sus unidades subcontratadas y buscar refugio detrás de Atiqul Islam, presidente
de la Bangladesh Garment Manufacturers and Exporters Association (BGMEA –
Asociación de Exportadores y Fabricantes de Ropa de Bangladesh). Este hombre
demostró poco interés por los heridos y los muertos. Estaba preocupado por “las
alteraciones de la producción debida la agitación” y declaró que la violencia
de los trabajadores era "otro duro golpe a la industria de confección de
ropa". Es de esperar que esos funcionarios se muestren consternados por las
fábricas paradas y los trabajadores intranquilos. Cada segundo que están las
máquinas inmóviles les cuesta dinero. La benevolencia es un negocio caro.
El sindicalismo y el activismo político de izquierdas ya
tenían profundas raíces en Bangladesh en el momento de su nacimiento en 1971.
En lo que había sido una provincia oriental de Pakistán, los centros de lucha
anticolonial se transformaron en movimientos sindicales y socialistas. De esas
corrientes nació la Liga Awami de Sheikh Mujibur Rahman, que dirigió el esfuerzo
hacia la independencia. Esa herencia sigue estando en el calendario: el Primero
de Mayo es fiesta nacional.
Sin embargo, la privatización de la industria y las
funciones del Estado comenzaron en serio en 1975, y tomaron impulso en los 80.
Ese fue el periodo en el que el gobierno decidió que Bangladesh iba a
convertirse en un nexo de la cadena global de mercancías de manufactura de
ropa, que contabiliza el 80% de sus ganancias de exportación. Se crearon las
Zonas de Procesamiento para la Exportación (ZPE), en las que se prohibieron las
organizaciones sindicales. Con ello se atrajo a las firmas multinacionales de
ropa a Bangladesh, que llegaron a acuerdos con subcontratistas locales,
que a su vez controlaban la producción con márgenes muy estrechos. La única
salida a las quejas de los trabajadores por las miserables condiciones que se
veían obligados a soportar eran los anárquicos estallidos de violencia. Así es
cómo los empleados expresaban su ira, y esto proporcionó a los gestores de las
fábricas lo mismo que al gobierno la excusa para endurecer su celo represivo
sobre las vidas de los trabajadores.
La contracción del crédito que se inició en 2007 melló
este modelo dirigido a la exportación favorecido por el Estado bangladeshí. Una
menor actividad en las tiendas del norte global condujo al despido de una
cuarta parte de los trabajadores de la ZPE de Dhaka. En los últimos dos años,
los trabajadores de Bangladesh han salido a la calle para protestar por los
despidos de sus compañeros.
Los trabajadores de Ashulia se echaron a la calle porque
uno de los suyos – se informó de un tal “Salman” – había sido detenido. Su
protesta se topó con la policía y un hombre resultó muerto por arma de fuego.
Los trabajadores de Narayanganj se declararon en huelga después de que una de
las empresas despidiera a 126 empleados. Cuando los dirigentes de la huelga
fueron atacados por matones que según se cree habían sido contratados por los
propietarios de las fábricas, los trabajadores respondieron demoliendo
Kolapatti, un mercado en el que los rufianes tenían su cuartel general.
Mientras se desarrollaba esta lucha, la Fábrica de Confección Tazreen acabó
envuelta en llamas, lo que causó la muerte de 125 trabajadores. Miles y miles
más salieron airados a la calle, pidiendo la cabeza de los propietarios y
condiciones laborales más seguras.
Estas acciones no constituyen un fenómeno nuevo sino que
se remontan a una militancia que data de la década de 1920. En aquellos
primeros años, los movimientos de trabajadores podían desarrollarse a partir de
una resistencia espontánea. Sin embargo, esto resulta hoy más difícil debido a
las condiciones laborales de anomia en las que a los sindicatos les resulta
duro organizarse y la represión policial es intensa. Tras los disturbios de
Ashulia y Narayanganj, el gobierno creó una célula de gestión de crisis y una
fuerza de policía industrial, pero no para supervisar las leyes laborales. Su
tarea consistía en espiar a las organizaciones de trabajadores.
Pese a la dificultad de atraer a trabajadores mal pagados
y exhaustos a reuniones sindicales, la Federación Nacional de Trabajadores de
Confección de Ropa y el Centro Sindical de Trabajadores de Confección de Ropa,
de dirección comunista, siguen todavía activos. Las ONG también han entrado en
la refriega, sobre todo el Centro para la Solidaridad de los Trabajadores de
Bangladesh, una iniciativa respaldada por sindicatos norteamericanos. Sin
embargo, este respaldo no significa protección alguna: el principal organizador
del centro, Aminul Islam, fue asesinado el año pasado..
Dan Mozena, embajador norteamericano en Bangladesh,
declaró a la BGMEA en junio pasado que si se observaba que ignoraban los
derechos laborales, eso podía "acabar creando una tormenta perfecta que
supusiera una amenaza para la marca Bangladesh en Norteamérica".
La reacción del norte global al último
"accidente" de Bangladesh ha consistido en hablar de boicots: romper
la cadena del producto en el punto del consumo. Pero eso no basta. Lo que se
necesita es un apoyo sólido a los trabajadores conforme intentan levantar sus
propias organizaciones en el punto de producción. La presión sobre los
gobiernos del Atlántico norte que sobreprotegen a las empresas multinacionales
permitiría crear un espacio vital para los trabajadores, que sufrirían, si no,
toda la ira de las empresas que envuelven su represión con el almibarado
lenguaje del trabajo duro y las tasas de crecimiento.
Los bangladeshíes son bien capaces de organizarse
sindicalmente; lo que necesitan es respaldo político para poder hacerlo. Lo que
se necesita asimismo es una nítida oposición, no a este o ese minorista sino al
sistema que produce bolsas de economías de bajos salarios en el sur con el fin
de alimentar un sistema de consumo impulsado por la deuda en el norte. Ninguno
de nosotros está en contra de las conexiones globales, pero ya es más que hora
de que pongamos la cabeza a trabajar para rechazar esta globalización
neoliberal.
Vijay Prashad es profesor de Historia del Sur de Asia en el
Trinity College de Connecticut (EE.UU.). Entre sus libros se cuentan The
Darker Nations: a People´s History of the Third World, Arab Spring,
Libyan Winter, y muy recientemente, The Poorer Nations: a Possible
History of the Global South (Verso).
The Guardian, 30 de abril de 2013
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