sábado, 20 de julio de 2013

UE- Los dirigentes europeos no están por oponerse a la austeridad

14/07/13 Sin Permiso

Leo Panitch · Sam Gindin · · · · Leo Panitch es editor del Socialist Register, famoso y ya clásico anuario de la izquierda anglosajona, y profesor investigador de Ciencias Políticas en la Universidad de York, en Canadá. Sam Gindin trabajó como investigador y economista de los sindicatos del automóvil canadienses. Veterano colaborador de Panitch, es coautor con él de The Making of Global Capitalism: The Political Economy of American Empire (Verso).
Traducción para www.sinpermiso.info. Lucas Antón

Con algunas excepciones (como Grecia), no pueden ser partidos políticos nuevos o nuevos movimientos coherentes los que den lugar a cambios a corto plazo, por el hecho mismo de que la creación de dichas instituciones entraña un proceso a más largo plazo. Ello sugiere que un cambio fundamental en el rumbo de Europa depende de alguna explosión desde abajo: la ira de los jóvenes desempleados que estalla en las calles, ocupaciones de lugares de trabajo y espacios públicos que sean más que simbólicas por parte de trabajadores desesperados, los desafíos directos al agravio de los bancos a la gobernación democrática. Que dichas revueltas se reorienten hacia un progresivo cambio de rumbo respecto a la austeridad y una Europa más igualitaria o caigan presa de los peligrosos movimientos de la derecha, es cosa que está por ver.”

Cuando las malas ideas persisten, es sabio reconocer que lo que está en juego es algo más que las ideas. Así sucede en el caso de la prolongada crisis económica de Europa. Que las tozudas élites europeas hayan respondido al profundo hundimiento económico con medidas políticas que garantizan la continuación del estancamiento, no es sólo cosa del fracaso del sentido común. Y tampoco es que sea sólo olvido ignorar el giro hacia la austeridad al inicio de la desaceleración de los primeros años 30, y su aportación a la hora de convertir una recesión en una Gran Depresión. Lo mismo puede decirse de la rápida desestimación de las apelaciones a un nuevo Plan Marshall, a despecho de tan exitosa respuesta a la reconstrucción europea de postguerra. 
Entender por qué la austeridad, en lugar de algo semejante a un nuevo Plan Marshall, es lo que está políticamente de moda en Europa exige ir más allá del mundo del "discurso" e investigar las fuerzas sociales y capacidades del Estado en juego. Lo que resultó tan crucial en los años de postguerra no fue tanto la amenaza exterior de una Unión Soviética exhausta y cansada de guerra como el peligro interno de que unas élites europeas desacreditadas y unas clases trabajadoras radicalizadas por la guerra tuvieran como consecuencia trastornos sociales que limitaran los espacios de expansión del capitalismo. Un espectro tenía hechizada a Europa Occidental y a las élites norteamericanas tras la guerra y, en ese momento en particular, exprimir aún más a los trabajadores para generar fondos destinados a la reconstrucción no podía más que empeorar las cosas.
Es aquí donde entró en escena el Estado norteamericano. La experiencia de la Depresión y la guerra le habían llevado a identificar los intereses del capitalismo norteamericano con una expansión más general del capitalismo en el exterior. Las capacidades del Estado desarrolladas en esos años, junto a la solidez única de la economía norteamericana conforme salía de la guerra, hicieron posible actuar de acuerdo con esa comprensión. El Plan Marshall– en lo esencial una internacionalización del New Deal anterior de Franklin D. Roosevelt – estaba concebido para mantener Europa abierta al capitalismo norteamericano a la vista de las amenazas sociales de postguerra. 
Entonces, como después, la ayuda norteamericana llegaba con condiciones incluidas; de hecho, algunos etiquetaron al Plan Marshall como el "programa de ajuste estructural de mayor éxito de la historia". Pero las condiciones entonces exigidas eran bien distintas de las que hoy demanda la troika del FMI-CE-BCE. Tras la guerra, la preocupación por la estabilidad llevó a recalcar el desarrollo europeo con cierta sensibilidad a las necesidades populares, no a la austeridad (siempre y cuando, por supuesto, ese desarrollo se encaminara a un orden liberal abierto). Los EE. UU. toleraron controles de capital temporales, límites a sus exportaciones e inversión exterior, así como ajustes en sus tipos de cambio, para compensar la fortaleza competitiva norteamericana, todo ello mientras se dejaban abiertos los mercados norteamericanos a las exportaciones europeas.
Por contraposición, puede que las élites europeas de hoy estén nerviosas, pero no están asustadas. Las clases trabajadoras, después de un cuarto de siglo de derrotas, están hechas un desastre. El proyecto de la élite se dedica hoy a explotar esta debilidad para resucitar la confianza de los mercados financieros y ahondar aún más el capitalismo. La consiguiente liberalización de los mercados exige repetidamente otra libra de carne de los que ya sufren: "disciplina" en la fea jerga del neoliberalismo.
En este contexto es en el que ha surgido el último y más detallado llamamiento a un nuevo Plan Marshall, el de la Confederación de Sindicatos Alemanes (DGB). La propuesta del DGB proyecta con cautela la creación de un nuevo consenso. ¿Qué mejor momento, preguntan respetuosamente, para combinar el creciente ejército de manos ociosas con la actual disponibilidad de una financiación singularmente económica? ¿Por qué no vender bonos del Estado a los inversores que no saben qué hacer con tanto dinero, dado que no hay otras oportunidades atractivas? Y en el nombre de la seguridad tanto de las acciones como del inversor, ¿por qué no respaldar estos bonos con un fondo especial establecido mediante una tasa a las transacciones financieras y otro a quienes poseen las mayores fortunas?
Lo que está ausente de esas propuestas políticas es la política que pudiera traerlo aparejado. Para empezar, no está claro que las incompletas instituciones estatales de la Unión Europea tengan de hecho las capacidades como para sacar adelante un New Deal o un Plan Marshall así. Desde luego, no pueden llevarlo a cabo si no tienen de su lado al Estado alemán, y hasta la fecha el Estado alemán, a diferencia del Estado norteamericano de la postguerra, sigue centrado de forma provinciana en su modelo de crecimiento dirigido a la exportación y basado en una “moderación” salarial interna, la zona europea de libre comercio para sus bienes y un euro que ha terminado con el mecanismo de equilibrio comercial de una divisa alemana en ascenso. Reveladoramente, la propuesta de la DGB evita poner el acento en que Alemania tome un papel de liderazgo al encarar la crisis en el desarrollo desigual de Europa. Pero es que aunque estuvieran a punto las capacidades estatales de Europa, ausente el espectro del socialismo o al menos la rebelión profunda –salvo que las élites europeas, claro está, se asusten de nuevo –, la probabilidad de darle la vuelta de modo significativo a cualquier rumbo sigue siendo remota.
Con algunas excepciones (como Grecia), no pueden ser partidos políticos nuevos o nuevos movimientos coherentes los que den lugar a cambios a corto plazo, por el hecho mismo de que la creación de dichas instituciones entraña un proceso a más largo plazo. Ello sugiere que un cambio fundamental en el rumbo de Europa depende de alguna explosión desde abajo: la ira de los jóvenes desempleados que estalla en las calles, ocupaciones de lugares de trabajo y espacios públicos que sean más que simbólicas por parte de trabajadores desesperados, los desafíos directos al agravio de los bancos a la gobernación democrática. Que dichas revueltas se reorienten hacia un progresivo cambio de rumbo respecto a la austeridad y una Europa más igualitaria o caigan presa de los peligrosos movimientos de la derecha, es cosa que está por ver.

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