13-x-13 Sin Permiso
José Luis Mendívil Giró- es profesor de Lingüística general en la Universidad de
Zaragoza
La lingüista brasileña Cilene Rodrigues cuenta en su perfil de Facebook una anécdota terrible en sí misma, pero maravillosa para un divulgador de la ciencia del lenguaje. Relata Cilene que una estudiante suya, al volver de Piquiá, una aldea del pueblo Pirahã de la cuenca amazónica brasileña, le dijo que aunque los pirahã querían tener una escuela en su aldea, el gobierno local había construido escuelas en todas menos en la suya. Cuando se preguntó a un responsable por semejante decisión, al parecer respondió que “no tiene sentido hacer una escuela para los pirahã, ya que son incapaces de aprender nada”.
Quien conozca el nombre de esta tribu amazónica o el del mediático lingüista Daniel Everett no necesita seguir leyendo para entender por qué la anécdota es a la vez terrible y maravillosa. El resto, puede continuar.
Decía Steven Pinker que la idea de que la lengua que hablamos condiciona nuestro pensamiento es una “estupidez convencional”: “una afirmación (…) que todo el mundo se cree porque recuerda vagamente haberla oído mencionar y porque presenta implicaciones muy serias”. La razón de tan radicales (pero atinadas) palabras estriba en la necesidad de combatir la creencia, tan profundamente arraigada en la cultura general (y aun en muchos especialistas), de que al igual que los seres humanos estamos fragmentados en miles de comunidades lingüísticas, también estamos compartimentados en miles de visiones del mundo, en miles de maneras de percibir y comprender la realidad.
Como es bien sabido, una de las causas principales de la concepción innatista del lenguaje de Noam Chomsky y su tradición (incluyendo a Pinker) es precisamente la necesidad de explicar cómo los seres humanos, a pesar de desarrollarnos en entornos cambiantes, variados y confusos, tendemos a converger en los sistemas de conocimiento que obtenemos, singularmente en el caso del lenguaje. La propuesta chomskiana de que bajo esa llamativa convergencia reside un restricto y uniforme condicionamiento natural ha soportado estupendamente el paso del tiempo y, una vez que se ha desembarazado del geneticismo propio de la época de su formulación, sigue siendo un modelo científico inspirador y estimulante.
Sabemos que las razas humanas no existen. Es verdad que podemos hacer grupos de personas si nos fijamos en rasgos determinados, como el color de la piel o del cabello, la forma de la nariz o de los párpados. Todos ellos son rasgos muy visibles y notorios, precisamente porque son superficiales. A nadie se le ha ocurrido nunca (imagino) clasificar los seres humanos por el tamaño del páncreas o por la longitud total del intestino delgado, aunque igualmente podría hacerse y tendría el mismo valor científico que la clasificación por razas: ninguno.
Lo que nos ha enseñado el modelo chomskiano del lenguaje es que las lenguas humanas, a pesar de sus diferencias superficiales, muy visibles y notorias, son en realidad muy semejantes desde el punto de vista estructural. Si hay algo del lenguaje que influye en el pensamiento, que sin duda lo hay, es su dimensión estructural profunda (su sistema computacional, en la jerga de ahora), pero esa dimensión es la misma en todas las lenguas, es común al lenguaje humano porque no es cultural, sino natural. Como también relata Pinker, cuando contemplaba a los aborígenes australianos explicando con aspavientos su primer encuentro con los blancos, percibía claramente que, tras su oscura piel y su impenetrable lengua, sus mentes eran las mismas que la suya.
Sin embargo, como también es bien conocido, esta no es una visión totalmente aceptada en el ámbito de la lingüística profesional. La concepción universalista del lenguaje siempre ha sido contestada por la tradición funcionalista y, más recientemente, por la llamada lingüística cognitiva. Desde estos ámbitos se ha reactivado el mito relativista de que no existen universales lingüísticos y de que cada lengua tiene sus propias categorías y propiedades.
Y aquí es donde toman protagonismo Everett y la lengua pirahã. Everett (2005) sostiene que en dicha lengua no aparece el rasgo que, precisamente, es uno de los rasgos centrales y definitorios de la sintaxis humana en la concepción chomskiana: la recursividad. En el modelo chomskiano el núcleo de la facultad humana del lenguaje es el sistema computacional que nos permite incrustar estructuras recursivamente, de manera que una oración puede ir dentro de una oración (Te dije que había visto que Luis había venido) o un sintagma nominal puede ir dentro de otro (La hija de la vecina de mi hermana), dando lugar a un sistema combinatorio irrestricto y, potencialmente, infinito.
Según Everett los piraha tienen una “restricción cultural” que limita la comunicación a la experiencia inmediata de los interlocutores. Esa restricción sería la causa de otros rasgos culturales de este pueblo, tales como la ausencia de mitos de creación y de ficción, la ausencia de arte, el monolingüismo o la ausencia de memoria colectiva más allá de las dos generaciones anteriores. Yendo todavía más lejos, Everett propone que ese perfil cultural tiene efectos en la lengua hablada por ese pueblo, de manera que en la misma, aparte de no haber recursividad, no hay números ni cuantificadores, no hay términos de color y posee el inventario de pronombres más reducido posible.
Everett presenta esta lengua como un argumento empírico en contra de una facultad del lenguaje biológica o naturalmente determinada e, indirectamente, como un argumento a favor del relativismo. Por su parte, Andrew Nevins, David Pesetsky y la propia Cilene Rodrigues (2007) emplearon la mejor descripción que existe de esa lengua (¡la que hizo años antes el propio Everett!) para argumentar detalladamente que no es cierto que en esa lengua no haya recursividad (en particular el caso más notorio, como es la existencia de oraciones incrustadas). De hecho, la posible ausencia de subordinación formal podría interpretarse como una ausencia de gramaticalización de la parataxis, algo relativamente común en las lenguas y que en modo alguno prueba que en las mentes de los hablantes no exista la capacidad computacional en cuestión.
Everett (2007) se defiende explicando que esa descripción la hizo cuando creía en la Gramática Universal chomskiana y que esa teoría le hizo forzar los datos (inconscientemente) para que encajaran en la misma. Y aduce que después, liberado de esa persuasión formalista, interpreta los datos de otra manera. Cabe preguntarse, dada su demostrada y confesa capacidad de adecuar los datos a las teorías en las que cree, cómo sabemos que no es ahora, cuando no cree en la Gramática Universal, cuando está forzando los datos (inconscientemente) para que encajen en sus nuevas convicciones. No deja de ser curioso que, como relata el mismo Everett, cuando fue a la Amazonia lo hizo como misionero cristiano (y entonces creía también en Chomsky), mientras que ahora es ateo (y tampoco cree en la Gramática Universal).
En cualquier caso, lo pertinente ahora es que la noción puramente cultural del lenguaje que subyace a esta postura relativista no solo podría tener efectos nefastos para la ciencia del lenguaje (sobre todo porque reintroduce en escena la posibilidad teórica de la existencia de lenguas -y de mentes- primitivas), sino porque, de ser cierto lo que relata la anécdota (algo cuestionable teniendo en cuenta que no se debe confiar mucho en las motivaciones que alegan los políticos para explicar por qué no hacen lo que debieran), podría ser dañina para las personas.
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