lunes, 14 de mayo de 2012- Argenpress
Por Marcelo ColussiSi bien el término “niños de la calle” es muy impreciso, hay consenso tanto en círculos académicos como políticos en considerarlos como una realidad derivada de la pobreza estructural y de la aglomeración en grandes centros urbanos. El fenómeno cobra especial relevancia en los países del Sur, históricamente pobres en el reparto del mundo que se viene dando desde la modernidad. Cantidades enormes de niños en distintas ciudades del mundo, fundamentalmente en las regiones más pobres, viven hoy en las calles sin la atención ni supervisión de adultos. Su número exacto no está precisado, pero se considera que, como mínimo, puede haber no menos de cien millones.
En
el trabajo con niños de la calle se pone un especial énfasis en la
dimensión educativa. Quienes se dedican a ello habitualmente son
llamados “educadores”. La idea que alienta las intervenciones tiene que
ver con lo pedagógico: los niños deben ser reeducados, o educados, dado
que, por sus circunstancias de vida, lo han sido poco o nada. Pero quizá
aquí pueda abrirse una pregunta: aquello de que carecen ¿es sólo
educativo? ¿Su cambio existencial pasa por enseñarles un nuevo estilo de
vida?
La experiencia
nos demuestra que los menores que viven en las calles saben acerca de
su condición, sobre los problemas que les trae aparejado su modo de vida
y los beneficios que les traería otra alternativa. Pero curiosamente es
más probable que no abandonen la calle. Pareciera que el saber no
garantiza nuevas actitudes.
Es
ante este acto siempre incomprensible para el sentido común que surge
el interrogante sobre sus motivaciones. Si saben acerca de los daños que
ocasiona la droga, ¿por qué siguen usándola? Si en los albergues de las
instituciones que cuidan de ellos se les brinda todo lo que no tienen:
comida, abrigo, amor, respeto, ¿por qué se marchan tan frecuentemente de
ellos? Si están más que informados que la vida en la calle lleva casi
invariablemente, previo paso por cárceles y hospitales, a la muerte,
¿por qué no cambian sus hábitos?
Todas
estas preguntas -quizá por lo intrincado de sus respuestas- nos hacen
pensar en que, tal vez, no sólo se trate de reeducar. Probablemente
también sea necesario intentar profundizar más en las determinantes de
estas conductas. Dicho en otros términos: habrá que averiguar por qué
los niños de la calle son como son. ¿Y cómo son?
La marginalidad, fundamento de la callejización
A
todas luces los niños callejizados son distintos de los niños llamados
“normales”. Lo normal, en nuestro medio social, es crecer en el seno de
una familia. Cuando esto se cumple -y es lo que pasa regularmente- se es
hijo de papá y mamá. Pero ser de la calle es ser de nadie.
Para
estudiar la psicología de los menores callejizados deberíamos partir
por conocer aquella del niño considerado normal, para luego establecer
comparaciones. Sabemos que no hay, en términos rigurosos de salud
mental, un sujeto normal asintomático; pero hay, sí, una media
socialmente aceptada, cultural, que funciona como paradigma. Es normal
que el sujeto humano se constituya como tal a partir de otros humanos.
Esto es: un recién nacido puede devenir un adulto adaptado a su entorno,
socialmente útil, con una identidad sexual definida y con capacidad
para gozar de la vida después de transitar por los difíciles vericuetos
de la humanización, de la socialización. Llegar a ser ese sujeto normal
adulto no es un hecho asegurado biológicamente. El ser humano, en su
sentido más pleno, se hace en el contacto con los otros: desde bebé, con
su familia, con las cargas simbólicas que va recibiendo en su
crecimiento, con la incorporación de su cultura. Hacerse ser humano es
ingresar al mundo de la Ley, al mundo de las prohibiciones, de lo que va
más allá del instinto. La Ley -la norma, el consenso social- es lo que
dice qué se puede y qué no se puede. Asumir ese bagaje simbólico, entrar
a él y hacerse cargo del mismo, se da necesariamente a través de otros
pares; y en nuestro mundo generalmente cumple esa función el núcleo
familiar. Cuando ello se cumple a medias, o cuando directamente falla,
sobrevienen problemas en el proceso de la socialización, problemas de
integración que llamamos trastornos psicológicos (alguna disfunción no
orgánica que impide una buena adecuación al ambiente y produce displacer
y que puede ir, abarcando un amplísimo arco, desde por ejemplo síntomas
de enuresis hasta una psicosis).
En
el curso de la vida de un ser humano, ya desde el nacimiento se van
estableciendo estructuras y modalidades propias en el plano psicológico
que habrán de marcarlo indeleblemente. Todo se juega en torno a esto:
cómo un sujeto ingresa al mundo de la Ley. Y no hay tantas posibilidades
al respecto: a) vive al margen de ella: psicosis; b) la reconoce pero
no la acepta, vive en el borde: psicopatía; y c) la asume y se hace
cargo de ella: la normalidad, que no es sino el campo de las neurosis.
Neurosis, psicosis y psicopatías; son las tres estructuras de base
posibles entre los seres humanos. Todos estamos cortados por la misma
tijera; también los niños de la calle.
En
la infancia, y a través de las figuras parentales, es donde el ser en
formación se moldea. En ese difícil trabajo de “modelado” pueden ocurrir
disrupciones; lo común es que, no sin dificultades y con menor o mayor
grado de ansiedades, los niños crecen y terminan siendo adaptados a su
medio reproduciendo las normas sociales que se le impusieron. Los
síntomas neuróticos infantiles (trastornos de aprendizaje, enuresis,
angustia, dificultades de integración) hablan de traspiés en ese
proceso; con tratamiento psicológico (que necesariamente incluye trabajo
con los padres) se resuelven positivamente. Incluso las psicosis
infantiles debidamente tratadas (incluyendo siempre el entorno familiar)
pueden tener buen pronóstico. ¿Y los niños de la calle? ¿Deben ser
abordados desde la psicopatología? ¿Por qué siempre se incluyen
psicólogos en los equipos de trabajo que los atienden?
“Niño
de la calle” no es una entidad gnosográfica en sí misma, no es una
entidad entre las enfermedades mentales. No se puede curar a nadie de
esta “patología”. Pero todo el fenómeno, si bien de orden social en su
raíz -síntoma de la descomposición de las sociedades más pobres en su no
planificado paso de agrarias a urbanas, índice de la marginación de
vastos sectores “sobrantes” para la lógica del capital- comporta una
lectura, y una intervención por tanto, desde la psicología clínica. Un
niño de la calle puede ser neurótico, psicótico o psicópata (la
experiencia indica que, al igual que en el resto de la población, la
prevalencia fundamental es neurosis); pero si algo diferencia su
psicología de la de un niño criado en el seno de una familia (que
también puede ser neurótico, psicótico o psicópata) es justamente eso:
la ausencia de familia. El lugar de donde tiene que venir la Ley falla,
por tanto falla el ingreso al mundo de la Ley.
Psicológicamente
un niño de la calle es ante todo un niño marginal, un niño que “sobra”.
El trabajo de acompañamiento de todos los días con ellos enseña que la
experiencia más común es que provienen de hogares repletos de niños,
donde su existencia concreta no es sentida por sus progenitores como un
triunfo ni un milagro sino más bien como una carga. No son niños
deseados, racionalmente planificados. Sus padres viven agobiados por la
pobreza, por la descarnada lucha por sobrevivir; en muchos casos son
bebedores severos o alcohólicos. Por tanto, no queda mayor tiempo para
el cuidado y el amor. En muchos casos estos niños fueron regalados,
abandonados, pasaron de mano en mano o terminaron siendo criados en
orfelinatos. En muchas ocasiones ni siquiera fueron inscriptos
legalmente; es decir: no existen en términos de ciudadanía. Infinidad de
veces se dan casos de abuso sexual; y casi como constante encontramos
violencia física, del más variado estilo y calibre. Todas estas
experiencias -dramáticas, durísimas-, más que hacer sentir que son lo
primordial en el hogar, los marca como estando de más. ¿Y qué le puede
esperar a alguien que se le dice que “sobra”?
El
trauma en lo real aquí tiene un peso decisivo. No se trata, como en la
novela familiar del neurótico, de recuerdos encubridores, de fantasías
de abuso. Aquí la violencia está presente a golpes concretos, inscrita a
sangre y fuego. Estos niños son marginales desde su inicio, pues están
al margen de lo que debería ser su primera y más importante fuente de
vida: sus padres. Sobran en la dinámica intrapsíquica de quienes los
concibieron, por tanto sobrarán en lo real.
Marginados
y marginales psicológicamente, luego lo serán también en la estructura
social. Si su familia de origen no los pudo contener, les hizo saber que
sobraban, la sociedad más tarde los reafirma en ese lugar: con
reformatorios, con desprecio, incluso con limosnas (¿alguno de nosotros
le daría limosna a su propio hijo?).
Las conductas adictivas
Prácticamente
todos los niños de la calle terminan siendo drogodependientes. Como
tales, presentan las mismas características psicológicas que cualquier
adicto: labilidad afectiva, actitudes manipuladoras, un talante general
psicopático, baja tolerancia a la frustración, compulsión al consumo. El
estupefaciente viene a ocupar un lugar central en sus vidas. Pero si
bien la adicción a psicotrópicos presenta esa preeminencia en sus
historias, difieren en algo del narcómano que tiene una familia, que no
es un paria. Este tiene algo que perder; un niño de la calle ya lo
perdió todo de entrada, por eso es lo que es. Sin quitarle la
importancia enorme que tiene el hecho de ser adicto a una droga (en este
caso más a las sustancias solubles volátiles que a otros productos más
caros: cola de zapatero, thinner, incluso gasolina, característicos de
otros estratos sociales), podríamos concluir que los niños de la calle
son “adictos”, antes que nada, a su condición de marginales. La
drogadicción viene por añadidura.
La
callejización, psicológicamente considerada, es un proceso complejo que
indica la compulsión a seguir viviendo en condiciones de exclusión
social en las calles. Fenómeno intrincado, que si bien es producto de
una profunda injusticia económico-social de base, necesita también de
razones subjetivas. No todo niño pobre termina en la calle. Para un
menor callejizado, la calle es todo; la calle intenta suplir aquello que
faltó originalmente. Vivir en las calles -más allá de lo que el sentido
común puede apreciar como un infierno, y que de hecho lo es ciertamente
en un sentido- tiene una arista fascinante. El callejizado, aquel que
no fue contenido en una estructura familiar, aquel que deambuló los
primeros años de su vida entre la apatía o la violencia de quienes lo
trajeron al mundo, queda atado a ese mundo cerrado de los que viven en
su misma condición, encontrando ahí un reconocimiento que le fue vedado
en otra parte. La vida en la calle atrapa; opera -simbólicamente- como
cualquier droga. Alguien puede hacerse “adicto” a ese estilo de vida,
que en cierta forma es “fascinante”, “fabuloso”; allí no hay normas que
respetar, todo es posible: no se cumplen horarios, no se soportan padres
autoritarios, hay sexo cuando uno quiere, hay dinero fácil; y hay
además el placer del narcótico. Si no fuera por ese mecanismo adictivo
que se establece, no podría entenderse por qué tantos niños “prefieren”
volver a la calle abandonando los centros de rehabilitación que se les
ofrecen como propuesta alternativa. La lógica indica que la vida
callejera es terriblemente difícil, displacentera: hambre, frío,
violencia, desprecio. Pero la psicología humana no sabe mucho de lógica.
¿Por qué tan pocos niños y jóvenes logran abandonar realmente esa vida?
(se considera, con objetividad, que apenas un 5% de niños callejizados
logra realmente dejar esa condición).
Como
toda conducta adictiva también la “adicción a la calle” (a la vida sin
normas más precisamente dicho, a la transgresión) produce una profunda
dependencia, haciendo que el círculo vicioso se cierre cada vez más. A
esto se le suma la dificultad práctica concreta que encuentra aquel que
intenta romper ese circuito: exclusión por parte de la gente, prejuicios
que lo condenan a la marginación perpetua, una dramática carencia de
“gimnasia” social: falta de documentación, falta de preparación laboral,
desconocimiento de las reglas de convivencia.
Hacia una “clínica” de los niños de la calle
Digámoslo
una vez más: nadie se cura de ser niño de la calle; esto no es una
enfermedad mental. Es, en todo caso, una disfunción psicosocial donde la
psicología puede aportar algo. Pero seamos claros en esto: con la
actual tendencia económica global no hay solución para el problema. Los
niños de la calle son un síntoma de una sociedad injusta que no resuelve
sus diferencias estructurales, que hace que “sobre” gente en el mundo.
Un
niño o un joven de la calle necesita, entre otros, un abordaje desde
una perspectiva psicológica. Es cierto que ninguno de ellos consulta
espontáneamente un servicio de salud mental. Pero entonces ¿qué autoriza
nuestra intervención como psicólogos en programas de asistencia que
intentan ayudarlos? Sencillamente una ética. De lo que se trata en
nuestro trabajo es facilitarles la posibilidad de confrontarse consigo
mismo, ayudarles a desarrollar la pregunta sobre quiénes son, por qué
son así, quieren seguir siendo así.
Nosotros,
en tanto psicoterapeutas, no seremos quizá quienes los movamos de su
situación de menores marginados. Ni tampoco quien le provea alimento,
ropa o medicamentos. O tal vez la sumatoria de todo esto lo logre. Lo
cierto es que vale la pena intentar modificar su situación -que es
además una forma de preguntar por qué se llega a esto, lo que lleva a
intentar evitar que siga ocurriendo-. Lo que la experiencia indica es
que una actitud represiva no logra ningún cambio (ningún reformatorio
reformó a un menor transgresor sino que, por el contrario, lo reafirmó
en su lugar de marginalización). Tampoco una posición caritativa; esto,
por el contrario, los reafirma más aún en su posición de marginales, de
“pobres víctimas”. Ni el supuesto “amor” bondadoso de propuestas
eclesiales: no olvidar que en muchos casos, las mismas personas que los
atienden tan “bondadosamente” terminan siendo sus violadores, fenómeno
nada infrecuente en este mundillo de la atención de niños de la calle).
Trabajar
psicológicamente con niños de la calle es facilitarles la ocasión para
que rehagan su vida en términos simbólicos: no pasar a ser los padres
que no tuvieron sino recuperar -a través de las palabras- ese espacio
legal al que no pudieron acceder. Es común decir que estos niños
necesitan mucho amor. Innegablemente, pero creo que esto solo no
alcanza. Por otro lado vemos que aunque ofrezcamos desinteresadamente
una y otra mejilla en una actitud de amor incondicional, eso no
transforma su situación profunda; finalmente terminan decepcionándonos y
no dejan la calle. ¿Pero qué se espera acaso de esa abnegación? A un
hijo no le damos todo a cambio de nada; ¿por qué lo haríamos con un niño
de la calle? A la prole se le da, sabiéndolo o no, un modelo de vida:
cuidados diversos, amor, y límites. Son los límites los que impiden que
alguien se haga psicótico o psicópata.
Al
abordar clínicamente estos niños deberíamos plantearnos no reemplazar
lo que faltó (el padre alcohólico que abandonó el hogar, la madre
agobiada con una docena de hijos que no sabía cómo criar) sino ayudar a
procesar esa falta. La carencia material -la comida siempre escasa, el
juguete ausente en cada cumpleaños, la palabra de estímulo- puede llegar
a suplirse; y eso es lo que hacen habitualmente las organizaciones que
asisten a los niños en riesgo: llenan esos vacíos. Distinto es el caso
de la falta de Ley. El trabajo psicológico con niños de la calle debe
apuntar a problematizar esa instancia. Sólo si alguien se hace cargo de
su historia personal puede ser uno más de la serie, adaptado e
integrado.
Pero junto
a lo anterior no puede dejarse de considerar en todo momento que el
fenómeno en su conjunto, los cien millones de niños que pululan por las
calles, son producto de estructuras sociales injustas y que, en tanto
las mismas continúen, no dejará de haber niños en esas condiciones.
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