miércoles, 6 de junio de 2012- Argenpress
Por
otro lado, esta realidad sirve para una crítica o un discurso en
principio aceptable y enquistado en la conciencia popular del mundo
rico, producto del bombardeo mediático: mientras las grandes compañías
producen (en varios sentidos de la palabra) y generan puestos de
trabajo, los holgazanes se benefician de ellas a través del Estado. Las
grandes compañías son las vacas sagradas del progreso capitalista y el
Estado con sus holgazanes son las lacras que impiden la aceleración de
la economía nacional.
En
primera instancia es verdad. Este mecanismo no sólo mantiene una
cultura de la pereza en las clases más bajas esperando esa ayuda del
Estado (cuando existe un sistema de seguro social como en Estados
Unidos) sino que además alimenta el odio de las clases trabajadoras que
deben resignarse a seguir pagando sus impuestos para mantener a ese
margen de desocupados que básicamente significan una carga y también una
permanente amenaza de mayor criminalidad y más gastos en prisiones. Lo
cual también es cierto, ya que es más probable que un desocupado
profesional se dedique a alguna actividad criminal que un trabajador
activo.
Este odio de
clases mantiene el status quo y, por ende, el dinero sigue fluctuando
de la clase trabajadora a la clase ejecutiva, entre otros medios, vía
holgazanes-desocupados. Si esos desocupados estuviesen en el circuito de
trabajo, probablemente consumirían menos y exigirían mejores salarios y
educación. Estarían mejor organizados, no tendrían tanto resentimiento
por aquellos que se levantan temprano para ir a sus trabajos, serían
menos víctimas de la demagogia de los políticos populistas y de las
sectas empresariales que son, en definitiva, las dueñas del capital y,
sobre todo, del know-how social --los know-why y los know-what son
irrelevantes.
Para
alguien que debe vender un mínimo anual de toneladas de azúcar a la
industria de la alimentación, por decirlo de alguna forma, un trabajador
nunca será una mejor opción que un desocupado mantenido por el Estado.
Para los empresarios de la salud, tampoco. Algunos estudios recientes
indican que el consumo de azúcar en las gaseosas es tan perjudicial para
el hígado como el consumo de alcohol, ya que el hígado de cualquier
forma debe metabolizar el azúcar (glucólisis), por lo cual tomar una
soda, en última instancia y sin considerar las alteraciones de la
conducta, es lo mismo que beber whisky (Nature, Dr. Robert Lustig, Univ.
of California). Una Coca-Cola ni siquiera tiene las ventaja que tiene
el vino para la salud. Sin embargo, en los últimos años la proporción de
azúcar en las bebidas y la cantidad que consume cada individuo ha ido
aumentando en el mundo entero, a pesar que nuestro organismo sólo tuvo
tiempo de evolucionar para tolerar el azúcar de las frutas, una
temporada al año. Los especialistas consideran que ese aumento del
consumo se debe a la presión política de las compañías que están
involucradas en la comercialización del azúcar. Como consecuencia, en
Estados Unidos y en muchos otros países tenemos poblaciones cada vez más
obesas y más enfermas, lo que de paso significa mayores ganancias para
la industria de la salud y los laboratorios farmacéuticos.
Pero
así funciona la lógica del capitalismo tardío, que es la lógica global
hoy en día: si no hay consumo no hay producción y sin ésta no hay
ganancias. Sería mucho más saludable para los consumidores si los
vendedores de alimentos a base de sabrosos shocks de sal-azúcar,
asaltaran a cada consumidor antes de entrar a un supermercado. Pero
esto, como el incremento de impuestos, es políticamente incorrecto y
demasiado fácil de visualizar por parte de los consumidores. Siempre me
llamó la atención el hecho universal de que los drogadictos roban y
matan a personas honestas para comprar drogas y no roban ni asaltan a
los mismos vendedores de drogas, lo cual sería un camino más directo e
inmediato para una persona desesperada. Pero la respuesta es obvia:
siempre es más fácil asaltar a un trabajador honesto que a un
delincuente que conoce el rubro. Por lo general, esto último es casi
imposible, al menos para un consumidor común.
El
objetivo primario de cualquier empresa son las ganancias y todo lo
demás son discursos que intentan legitimar algo que no puede ser
cambiado dentro de la lógica puramente capitalista. Cuando esta lógica
funciona sin trabas, se llama progreso. Las compañías progresan y como
consecuencia progresan los individuos --hacia la destrucción propia y
ajena.
Recientemente
la ciudad de Nueva York prohibió la venta de las botellas gigantes de
soda alegando que estimulaban el excesivo consumo de azúcar. Este tipo
de medidas nunca sería tomada, ni siquiera propuesta, por una empresa
privada cuyo objetivo es vender, al menos que venda agua mineral. Pero
en este caso la prohibición explícita de una empresa sobre otra iría
contra las leyes del mercado, razón por la cual esta lucha normalmente
se produce según las leyes de Darwin, donde los más fuertes devoran a
los más débiles.
Estos
límites a la “mano invisible del mercado” sólo pueden establecerlos los
gobiernos. Lo mismo ocurrió con la lucha contra el tabaquismo. Los
gobiernos suelen estar infestados, inoculados por los lobbies de las
grandes corporaciones y suelen responder a sus intereses, pero no son
monolitos y cada tanto recuerdan su razón de ser según los preceptos
modernos. Entonces se acuerdan de que existen para la población, y no al
revés, y actúan en consecuencia reemplazando las ganancias por la salud
colectiva.
Las
libertades no han progresado por las corporaciones empresariales y
financieras sino a pesar de estas. Han progresado a lo largo de la
historia por aquellos que se han opuesto a los poderes hegemónicos o
dominantes del momento. Siglos atrás esos poderes eran las iglesias o
los Estados totalitarios, como los antiguos reyes y sus aristocracias,
como en la Unión Soviética y sus satélites. Desde hace varios siglos
hasta hoy, cada vez más, esos poderes radican en las corporaciones que
son las que poseen el poder en forma de capitales. Cualquier verdad que
salga de los grandes medios estará controlada de forma directa o de
forma sutil –por ejemplo, a través de la autocensura-- por estas grandes
firmas, que son las que mantienen los medios a través de los anuncios
publicitaros. Los medios ya no sobreviven, como en el siglo XIX y gran
parte del siglo XX, de la venta de ejemplares. Es decir, los grandes
medios cada vez dependen menos y, por lo tanto, cada vez se deben menos a
la clase media y trabajadora. La Era digital podrá un día revertir este
proceso, pero por el momento los individuos aislados se limitan a
reproducir noticias y narrativas sociales prefabricadas por los grandes
medios que básicamente viven de los anuncios publicitarios de las
grandes empresas y corporaciones. Es decir, los superyós sociales. El
control es indirecto, sutil e implacable. Cualquier cosa que vaya contra
los intereses de los anunciantes significará la retirada de capitales
y, por ende, la decadencia y el fin de esos medios, que dejarán lugar a
otros para cumplir su rol de marionetas.
Con
algunas excepciones, ni los pobres ni los trabajadores pueden hacer
lobbies en los parlamentos. En tiempos de elecciones, son los las
corporaciones quienes pondrán miles de millones para elegir un candidato
o el otro. Ninguno de los candidatos cuestionará la realidad básica que
sostiene la existencia de esta lógica pero cualquiera de ellos que sea
elegido y luego electo --o viceversa-- estará hipotecado en sus promesas
cuando asuma el poder y deberá responder en consecuencia: ninguna
empresa, ningún lobby pone millones de dólares en algún lugar sin
considerar eso como una inversión. Si lo ponen para combatir el hambre
en África será una inversión moral, “lo que les sobra”, como dijera
Jesús refiriéndose a las limosnas de los ricos. Si lo ponen en un
candidato presidencial será, obviamente, una inversión de otro tipo.
El
poder desproporcionado de estas corporaciones, muchas secretas o
discretas son el peor atentado contra la democracia en el mundo. Pero
pocos podrán decirlo sin ser etiquetados de idiotas. O aparecerán en
algunos grandes medios voceros del establishment, porque cualquier medio
que se precie de democrático deberá pagar un impuesto a su hegemonía
permitiendo que se filtren algunas opiniones verdaderamente críticas.
Estas, claro, son excepciones, y entrarán en conflicto con un público
acostumbrado al sermón diario que sostiene el punto de vista contrario.
Es decir, serán entendidas como productos infantiles de aquellos que no
saben “cómo funciona el mundo” y defienden a los holgazanes desocupados
que viven del Estado, mientras éste vive de y castiga a las grandes
empresas más exitosas. Sobre todo en tiempos de crisis, el Estado las
castiga con rebajas de impuestos, préstamos sin plazo y rescates sin
límites.
Desde la
última gran crisis económica de 2008 en Estados Unidos, por ejemplo, las
grandes empresas y corporaciones no han parado de aumentar sus
ganancias mientras la reducción del empleo ha sido débil y un caballito
de batalla para la oposición al gobierno. Los economistas más
consultados por los grandes medios llaman a esto “aumento de la
productividad”. Es decir, con menos trabajadores se obtienen mayores
beneficios. Los trabajadores que sobran como consecuencia del aumento de
productividad son derivados a la esfera del maldito Estado que debe
asegurar que --aunque desmoralizados o por eso mismo-- sigan consumiendo
con el dinero de la clase media para aumentar aún más las ganancias de
los mercaderes de las elites dominantes que, sin pagar esos salarios
pero sin dejar de venderles las mismas baratijas y las mismas sodas
azucaradas y las mismas chips saladas, verán aumentadas aún más la
efectividad, la productividad y las ganancias de sus admirablemente
exitosas empresas.
Nosotros
podemos llamar a todo este mecanismo perverso “el doble negocio de la
desocupación” o “los milagros de las crisis financieras”
http://www.argenpress.info/2012/06/el-doble-negocio-de-la-desocupacion.html
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