Claudia Rafael (APE)
Hacía cuatro meses
que a Elías lo habían llevado ahí. Lo habían arrojado como a los
esclavos a las arenas del Coliseo Romano. Lo habían dejado entre los
pasillos fríos de una estructura patronal. Donde los patrones tienen
nombre y apellido. Sin luz natural. Sin ventilación, con un calefactor
cansado de entibiar el alma entre tantos inviernos, sin un airecito
fresco que alivie en veranos tórridos y agobiantes. Había días en que
Elías veía fantasmas, noches en que se le aparecía San la Muerte. La
Rita fue siempre y a pesar de todo su único anclaje a la esperanza. El
la sabía siempre eterna a la abuela en el vagón abandonado en las vías
de un tren que ya no es hace demasiado tiempo.
***
En
la provincia de Buenos Aires son hoy entre 475 y 500 los chicos en
conflicto con la ley penal que cumplen “medidas privativas de libertad”.
Eufemismo elegante de la institucionalización. Un centenar suman los
que cumplen “medidas de semi-libertad”. Otros 4300 están
institucionalizados por “medidas de protección por sus derechos
vulnerados”. Ese universo que en los preceptos de la perimida Ley de
Patronato se conocía como “causas asistenciales”.
La
provincia tenía en datos de febrero de 2011 -según el Observatorio
Social Legislativo- 1.225.000 adolescentes entre 15 y 19 años; 2.683.000
entre 15 y 24. Y ubica escasamente a 400.000 entre 14 y 20 años que “ni
estudian ni trabajan” en una realidad que se sabe mucho más ancha. La
misma estadística plantea que el 31,1 por ciento “padecían pobreza”;
17,1 estaban desocupados y el 13,6 por ciento son caracterizados como
“ni-ni”.
Hace apenas una decena de años, en
plena vigencia de la Ley de Patronato había unos 8500 chicos
institucionalizados en estructuras estatales y otros 8000 en
instituciones no vinculadas a organismos del Estado. El defensor oficial
Julián Axat la define como un “intento por gobernar a la infancia
excedente durante el siglo XX. Apuntaba al control de los hijos de los
sectores subalternos a través del dispositivo tutelar basado en la
expulsión del seno de familias consideradas disfuncionales y el
confinamiento en reformatorios”. Más allá de la tremenda disparidad de
cifras hay un porcentaje que se sostiene: tanto entonces como hoy, las
causas penales representan no más del 13 por ciento del total de
institucionalizaciones.
Cuando en 1919 se
promulgó la Ley 10.903 de Patronato, el médico y parlamentario Luis
Agote argumentó que en las reuniones anarquistas se encontraban “tan
gran cantidad de niños delincuentes, los que vendiendo diarios primero y
después siguiendo, por una gradación sucesiva en esta pendiente siempre
progresiva del vicio, hasta el crimen, van más tarde a formar parte de
esas bandas de anarquistas, que han agitado la ciudad durante el último
tiempo”. Por lo tanto era imprescindible una ley que pusiera fin al
“cultivo del crimen” que “principia en las calles vendiendo diarios, y
concluye en la cárcel Penitenciaria por crímenes más o menos horrendos”.
Hoy
por hoy –con un denostado Agote y una ley cuestionada y enterrada- los
institutos siguen arrastrando el concepto de “confinamiento-depósito”,
definió Axat a Ape. “Los espacios de encierro para la niñez infractora,
matienen una estructura donde el derecho proclamado es una excepción y
donde las prácticas concretas son intercambios simbólicos con la
burocracia adulta de minoridad en forma de pequeños chantajes o
relaciones de poder encubiertos bajo la ideología del amor: ´yo te doy
esto, si vos me haces esto´, ´es por tu bien...´. Las implicancias que
esto termina teniendo en la vida de los pibes es una suerte de síndrome
de Estocolmo por el cual sienten atracción por el asistente de minoridad
que les da cosas o satisface a cuentagotas sus derechos, a cambio de
tranquilidad o conveniencia. La implicancia es que los pibes salen
especializados en chantaje y formatizan en su conciencia y cuerpo
relaciones de poder negativas, antes de relaciones sanas y vitalistas.
Es mi conjetura, pero esto es uno de los motivos que luego producen a la
postre riesgo de reincidencia”.
El tema de
base, sin embargo, es entender qué ocurre con el enorme cosmos de niños y
jóvenes institucionalizados en los ghetos de rejas invisibilizadas.
***
Hoy
ya no se puede definir que la institucionalización es el único “intento
de gobernar a la infancia excedente”. Del total de jóvenes bonaerenses
entre 15 y 19 años apenas el 0,04 por ciento se encuentra
institucionalizado por causas penales. El 0,35 por causas asistenciales.
Es el nuevo mandato pro-infancia: dspatronalizar aun cuando del otro
lado de las paredes espere el desamor y el golpe.
¿Cuáles son hoy las formas más efectivas de gobernar a esa infancia excedente?
Un
informe publicado en octubre de 2011 por la organización “un techo para
mi país” desnuda que en la región del Gran Buenos Aires hay actualmente
864 villas y asentamientos en los que respiran, caminan, sufren, aman,
trabajan y sueñan (cuando pueden) 508.144 familias. Poco más del 66 por
ciento tienen más de 15 años de antigüedad y el 24,3 por ciento, entre
los últimos 6 y 14 años. Sin cloacas, sin gas, sin agua potable, sin
escuela, sin asfalto, sin trabajo.
El estigma
se lleva en la piel. Como señal indeleble sobre la frente. No se sale
del círculo de la institucionalización tan fácilmente. Ni de la
institucionalización en una estructura penal del Estado ni de la
institucionalización en el gheto barrial que también es
confinamiento-depósito. Como un vertedero social en el que millones
están encerrados cada día. Existe una topografía similar entre esas dos
institucionalizaciones donde la circulación está igualmente coartada.
El
sistema entendió a la perfección que no era necesario el encierro en
una estructura del Estado para aplacar. El encierro entre las cuatro
calles barrosas y hambrientas que circunvalan el gheto tiene sus propias
herramientas precisas para la domesticación. Ya no la tortura, el
aislamiento en una celda de dos por dos, la prohibición de la visita.
Hay
un entorno cotidiano de mendrugos y vulneraciones, de vetos cotidianos,
de sueños sostenidamente truncados, de aniquilación sistémica, de
prohibiciones para levantar cabezas y para alzar las voces; hay un
entorno cotidiano que deja secuelas en los pulmones y en el cerebro, que
lacera la piel y el alma. Es una institucionalización que no reconoce
esa definición. Una institucionalización que no muestra enrejados ni
cepos. Que no porta pulseras electromagnéticas.
Es la ghetización como política del desmadre y del amansamiento.
Los
que deciden alzar la frente y vadear las orillas saben bien que del
otro lado de los baldíos espera el desprecio eterno o el plomo de la
condena. No hay indulto para la portación de hambre perpetua. No lo hay
para la rebeldía intrínseca.
En “Ser como
ellos”, Eduardo Galeano escribe que “cada día nos enseñan la
resignación. Cada día aprendemos a resignarnos para poder sobrevivir.
Pero hace poco, en una pared de un barrio de la ciudad de Lima, un
alumno rebelde escribió: No queremos sobrevivir. Queremos vivir. Él
hablaba por muchos”.
http://www.argenpress.info/2012/02/la-infancia-excedente.html
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