La
invocación a la paz es algo tan viejo como el mundo; nadie en su sano
juicio la puede desechar o rechazar abiertamente. Nadie deja de hablar
de ella como un bien positivo en sí mismo. La historia, por cierto,
muestra una interminable sucesión de invocaciones a la paz… pero al
mismo tiempo, la historia también es una interminable sucesión de
guerras, de negación sistemática de la paz, de situaciones donde lo que
prima es el más descarnado enfrentamiento con su secuela de sufrimiento y
pérdida de la dignidad.
Extraer de todo
ello la conclusión que habría una “esencia guerrera” en lo humano que
nos condena fatalmente al conflicto violento (“el hombre como lobo del
propio hombre”), pue-de ser apresurado. O, en todo caso, habría que
matizarla: la convivencia pacífica sigue siendo una aspiración, por lo
que se ve, siempre bastante lejana, ¡pero sin dudas válida! ¿Es
quimérico pensar y buscar un mundo menos violento que el que conocemos?
No lo sabe-mos. No importa incluso. Lo que debe impulsarnos es una ética
de la justicia. Esas búsque-das son como las estrellas: inalcanzables
en un sentido, pero nos marcan el camino.
Por
cierto, la discusión en torno a estos temas está abierta desde hace
largo tiempo; la filo-sofía, la política, el arte en sus diferentes
expresiones, las ciencias sociales vienen pregun-tándose todo esto
incansablemente desde el inicio de los tiempos.
No
hay ninguna duda que la sola constatación de la vida cotidiana o de la
historia, en cual-quier momento y en cualquier punto del planeta, nos
muestra que la guerra y la conflictivi-dad en sentido amplio son un
molde de las relaciones humanas. “Si quieres la paz prepára-te para la
guerra”, alertaban los romanos del Imperio hace más de dos milenios;
quizá con demasiado cinismo, quizá con profundo conocimiento de la
condición humana, la invoca-ción no parece descabellada. Esa
“preparación”, que no es sino el desarrollo del componen-te bélico en
cualquiera de sus innumerables aristas, ha sido y continúa siendo el
sector más acrecentado, dinámico –y hoy día: lucrativo– de los seres
humanos.
Se dijo mordazmente que lo primero
que hizo el ser humano cuando sus ancestros bajaron de los árboles y
comenzaron a caminar erguidos fue un arma: una piedra afilada. Lo cierto
es que desde ese primer Homo Habilis hace dos millones y medio de años
hasta la increíble parafernalia armamentística actual (que implica un
gasto de 30.000 dólares por segundo), la industria de la guerra no se ha
detenido nunca. Hoy disponemos de los medios técnicos para hacer volar
el planeta varias veces, provocando una onda expansiva que llegaría
hasta la órbita de Plutón (portento técnico que, sin embargo, no impide
que siga muriendo gente de hambre o que haya enormes cantidades de seres
humanos en la miseria). Es evidente que la paz se resiste, que la
violencia no nos es ajena.
Las relaciones
entre los seres humanos no siempre son necesariamente armónicas. La
pre-tensión iluminista de “igualdad” y “fraternidad” muchas veces no
pasa de aspiración. Por otro lado, el llamado al amor, a la paz y la
concordia que encontramos en diversas formula-ciones, bienintencionadas
sin dudas, se estrella con una realidad donde la violencia juega un
papel preponderante. La realidad humana está marcada –esto es innegable–
por el con-flicto. Diversos autores, en diferentes momentos históricos y
con distintos contextos, han expresado esta verdad. A modo de síntesis
de muchas de esas elucubraciones podría decir-se, citando una entre
tantas de esas referencias, que “la violencia es la partera de la
histo-ria”.
La realidad nos enseña, a sangre y
fuego, que a veces hay paz, pero que la tensión está siempre presente.
El paraíso bucólico del que nos hablan los pacifismos hace parte muy
relativamente de nuestro mundo. El conflicto, en cualquiera de sus
manifestaciones, no es externo a la constitución humana sino, por el
contrario, estructural. Si algún humano no tomara parte en él, no
participaría del todo social.
La marginalidad
Las
sociedades se protegen a sí mismas; la cultura reproduce semejantes.
Por tanto lo ex-traño, lo extemporáneo tiende a ser neutralizado. El
mecanismo para ello es la segregación, la exclusión. Minuciosamente nos
enseña Michel Foucault (“Historia de la locura en la época clásica”) que
en la modernidad occidental (capitalismo industrial) se perfeccionó el
espacio de marginación de la irracionalidad desarrollándose para ello
los dispositivos “cien-tíficos” pertinentes: el asilo y el médico
alienista. La locura no es sólo la enfermedad men-tal; es todo aquello
que “sobra” en la lógica dominante. Así, describiendo la Salpêtrière –el
mayor asilo de Europa en el siglo XVIII–, Thénon dice: “acoge a mujeres
y muchachas embarazadas, amas de leche con sus niños; niños varones
desde la edad de 7 u 8 meses hasta 4 o 5 años; niñas de todas las
edades; ancianos y ancianas, locos furiosos, imbéciles, epilépticos,
paralíticos, ciegos, lisiados, tiñosos, incurables de toda clase, etc.”.
Marginal, entonces, puede ser cualquier cosa.
La
sociedad “produce” sus marginales. En la cosmovisión occidental (hoy
día impuesta globalmente) la razón matemática y mercantil es la pauta
que guía la marginación; las di-vergencias respecto a ella son
sancionadas como insensatas, inservibles. Por cierto puede entrar en esa
divergencia todo lo que se desee (el amplio “etcétera” de la
enumeración de Thénon). Toda sociedad mantiene un cúmulo de pautas que
constituyen su normalidad; la sociedad industrial, más que ninguna otra
(seguramente debido a lo intrincado de su fun-cionamiento) preserva su
normalidad apartando severamente los “cuerpos extraños”. En sociedades
menos complejas es menor el espacio para la marginalidad; en un mundo
super especializado, con una marcada división del trabajo, hondamente
competitivo, es más posi-ble que alguien quede “fuera” en el complejo
camino de la integración. En un mundo tan polifacético hay más campo
para los así llamados “sub-mundos”. Así es que encontramos los diversos
sub-mundos del hampa, de la mendicidad, de las drogas, de la vida en las
calles (¿habrá que agregar de los “incurables de toda clase” como en
aquella lista?)
La solidaridad, la tolerancia,
el altruismo en su sentido más amplio no son, precisamente, lo que más
abunda en la experiencia humana. La tendencia a segregar sale con
demasiada facilidad. Lo extraño, ante todo, produce rechazo. De ahí a su
estigmatización sólo hay un paso. Hoy día no se queman en la hoguera a
los poseídos (“incurables de toda clase” y “et-céteras” varios) sino que
se los margina con mayor refinamiento: se los confina (asilos de las
más diversas categorías: manicomios, cárceles, reformatorios,
geriátricos, casas de cari-dad). Sin ironía: eso es un mejoramiento
histórico en la condición humana (“En el Medioe-vo me hubieran quemado a
mí; hoy día, los nazis queman mis libros. ¡Hemos progresado!” dijo
Sigmund Freud cuando la anexión de Austria por la tropas alemanas). Pero
el discor-dante sigue siendo el leproso de antaño: encapuchado y con
campana para anunciar su pa-so. Son los menos los países cuyas
constituciones (y luego la práctica cotidiana) aseguran la no
discriminación de las minorías en desventaja. Ante ello, la beneficencia
puede ser tam-bién una forma de segregación, pues ratifica al excluido
en su condición de tal.
Podríamos concluirse
así que la marginación es un proceso “natural” de la sociedad
com-plejizada que apoya en características propias de lo humano. Asusta,
y por tanto se margi-na, tanto a un vagabundo como a un delirante o a
un débil mental, a un homosexual cuanto a un seropositivo, a una
prostituta o a un delincuente.
Hacia una nueva marginalidad
No
son marginales un soldado que regresa de la guerra o un desocupado;
ellos tienen la posibilidad de volver a integrarse al tejido social del
que, por razones diversas, se han dis-tanciado. Y en sentido estricto,
tampoco lo es el ermitaño que eligió la vida solitaria y ale-jada. La
marginalidad conlleva la marca de lo reprochable moralmente, de lo
anatematiza-do. De ahí que se la aísle, incluso físicamente
confinándola.
Desde hace algunos años el mundo
va tomando tales características que hacen que el fenó-meno de la
marginalidad deje de ser algo circunstancial para devenir ya
estructural. Hoy día asistimos a la marginación no sólo del harapiento,
del mendigo en la puerta de la iglesia, sino de poblaciones completas.
Se habla de “áreas marginales”. Si bien nadie lo dice en voz alta, la
lógica que cimenta esta nueva exclusión parte del supuesto de “gente que
sobra”. El temor malthusiano del siglo XIX parece tomar cuerpo en
políticas concretas que prescriben no más gente en el planeta (y si se
puede menos, mejor). La tendencia en marcha pareciera ser un mundo dual:
uno oficial, el integrado, y otro que sobra.
El
proceso por el que se llega a esta situación seguramente está ligado al
especial desarrollo de la actual productividad: una técnica
deslumbrante que termina prescindiendo del sujeto que la concibe y la
aprovecha, y para quien debería estar destinada. El ser humano comien-za
a sobrar. Existe un sexo cibernético en el que el otro de carne y hueso
no es necesario; la imagen virtual va reemplazando al sujeto corpóreo.
¿La robótica prescindirá de la gente? Pero ¿es ese el “desarrollo” que
queremos?
El peso relativo de los países pobres
es cada vez menor en el concierto internacional. Las materias primas
pierden valor aceleradamente ante los productos con alta tecnología
incor-porada. Los pobres son cada vez más pobres; y cada vez quedan más
confinados a las “áreas marginales”. ¿Sobran entonces? La pobreza va
quedando más delimitada y ubicada en ghettos (quizá nueva forma de
asilo). En la ciudad de Guatemala, por ejemplo, con una población total
en el área metropolitana de cuatro millones y medio de personas, un 25%
vive en zonas llamadas “marginales”. ¿Sobran acaso? ¿Es acaso que
alguien puede “so-brar”?
Trágicamente, esos
bolsones no son minorías discordantes sino que van pasando a ser lo
dominante. En las grandes urbes del Sur (y también, aunque en menor
medida, en el Norte) las zonas marginales crecen imparablemente. En
algunos casos albergan una cuarta parte de sus habitantes, o más.
Evidentemente, entonces, el fenómeno no es marginal. Valga el dato: uno
de cada dos nacimientos en el mundo tiene lugar en asentamientos
urbano-marginales; ¡y hay tres nacimientos por segundo!
El
Banco Mundial define la pobreza como “la inhabilidad para obtener un
nivel mínimo de vida”. Probablemente pueda ser inhábil un impedido (un
no-vidente, un parapléjico). Pero no lo son poblaciones completas. La
imposibilidad de conseguir un nivel mínimo de subsis-tencia radica, en
todo caso, en condiciones que trascienden lo personal. La pobreza
crecien-te que agobia a sectores cada vez mayores en el mundo, la
miseria absoluta en que tanta gente vive, no es sólo falta de habilidad
para procurarse el sustento; habla, más bien, de un nuevo estilo de
marginalidad, consecuencia de estructuras injustas. Habla de relaciones
de poder que marginan, que violentan a otros seres humanos.
Es
ahí cuando se hace palmariamente evidente que la miseria es una forma
de violencia, cruel, despiadada. En Guatemala –país considerado muy
violento, que está saliendo de una terrible guerra civil que dejó
245.000 muertos y desaparecidos– se habla hoy día de la ola de violencia
que lo asola, con 15 muertes violentas por día debidas básicamente a la
crimi-nalidad. Pero no se habla de las 18 muertes diarias debido a la
desnutrición crónica. ¿No es eso violencia acaso? La miseria es
violencia, sin dudas, y produce más daño que la peor delincuencia.
¿Qué nos espera?
La
forma que ha ido tomando el desarrollo del mundo en la actual era post
industrial es curiosa, y al mismo tiempo alarmante. Asistimos a una
revolución científico-técnica mo-numental, que se despliega a una
velocidad vertiginosa, pero donde lo que debería ser el centro de todo:
el ser humano concreto, queda de lado. Era de las comunicaciones
satelita-les y de la inteligencia artificial, pero mucha gente no tiene
ni para comer…, mientras algu-nos prefieren hablar por Facebook y no
cara a cara; auge de la informática, pero una buena parte de la
humanidad no tiene siquiera acceso a energía eléctrica. Se gastan 30.000
dólares por segundo en armamentos mientras muchos no alcanzan la dieta
mínima para sobrevivir (lo repito: 18 muertos diarios en Guatemala ¡por
hambre!). Algo falla en la idea de progre-so. Algo anda mal si se puede
llegar a aceptar naturalmente la existencia de áreas margina-les
(barrios, poblaciones, quizá países, ¿continentes?) ¿O es que acaso
alguien sobra de verdad?
Cada vez más gente
queda marginada de la riqueza que la Humanidad genera. La margina-ción
del nuevo estilo produce islas de esplendor resguardadas celosamente de
mayorías “excedentes”. Por supuesto que mientras cada vez más gente
quede al margen del festín, más serán las posibilidades de inestabilidad
y eventuales estallidos.
Desde hace ya algunos
años se ha establecido como parte del discurso “políticamente
co-rrecto” en todo el mundo hablar de la lucha contra la pobreza. La
iniciativa, por cierto, es loable, altamente meritoria, con la cual
nadie podría estar en desacuerdo. Los más diversos sectores, de
izquierda y derecha, desde quienes sufren las exclusiones más
humillantes has-ta los magnates de los listados de la revista Forbes,
todos coinciden en que la pobreza es algo contra lo que debe actuarse.
Incluso instancias como el Banco Mundial o el Fondo Monetario
Internacional, organismos que se encargan de manejar los grandes
capitales glo-bales, levantan airados su voz contra este flagelo, y
desde hace algún tiempo basan sus ini-ciativas de asistencia a los
países más necesitados en sus “estrategias de lucha contra la pobreza”.
Podríamos
decir que todo esto es cierto, que efectivamente hay, desde los poderes
que rigen en muy buena medida la marcha de la humanidad, una marcada
preocupación por terminar con esta lacra de la pobreza y la pobreza
extrema. Pero algo sucede que las cosas de base no cambian: los pobres
más pobres crecen en número y en distancia en relación a los que no lo
son. Y no sólo eso: la pobreza ¡se criminaliza! ¿Pero no es acaso la
pobreza una for-ma infinitamente grosera de violencia? ¿Por qué,
entonces, más allá de una declaración bienintencionada, las cosas
cuestan tanto que cambien? ¿Por qué el discurso oficial, la con-ciencia
dominante se indigna tanto y actúa contra, por ejemplo, el siempre mal
definido “terrorismo” –que produce infinitamente menos víctimas que el
SIDA– y no repara en la miseria en que vive buena parte de la humanidad?
Como siempre en las experiencias humanas no
hay negros y blancos absolutos; hay, en todo caso, luces y sombras
interconectadas. La realidad es más multicolor, más plena de matices
contradictorios, y por tanto, compleja que un simple maniqueísmo de
“buenos” y “malos”. Habrá quien honestamente luche día a día contra este
mal en sí mismo que repre-senta la pobreza, o su expresión más
descarnada: la pobreza extrema, la miseria. Habrá también quien pueda
hacer negocio de estas causas, ¿por qué no? Sólo quienes atraviesan
efectivamente esa situación de exclusión podrán saber a profundidad de
qué se trata el asunto, puesto que lo viven cotidianamente en carne
propia. La cuestión es que la margina-ción vergonzosa de mucha gente
continúa, y no es fácil ver la luz al final del túnel.
Según
datos de Naciones Unidas, hoy día en nuestro planeta 1.300 millones de
personas viven con menos de un dólar diario; hay 1.000 millones de
analfabetos; 1.200 millones vi-ven sin agua potable. El hambre sigue
siendo la principal causa de muerte: come en prome-dio más carne roja un
perrito hogareño del Norte que un habitante del Sur. En la sociedad de
la información, ahora que pasó a ser una frase casi obligada aquello de
“el internet está cambiando nuestras vidas”, 1.000 millones están sin
acceso, no ya a internet, sino a energía eléctrica. Hay alrededor de 200
millones de desempleados y ocho de cada diez trabajadores no gozan de
protección adecuada y suficiente. Lacras como la esclavitud
(¡esclavitud!, en pleno siglo XXI… se habla de casi 30 millones de
personas a nivel global), la explotación infantil o el turismo sexual
continúan siendo algo frecuente. El derecho sindical ha pasado a ser
rémora del pasado. La situación de las mujeres trabajadoras es peor aún:
además de to-das las explotaciones mencionadas sufren más por su
condición de género, siempre expues-tas al acoso sexual, con más carga
laboral (jornadas fuera y dentro de sus casas), eterna-mente
desvalorizadas. Pero lo más trágico es que, según esos datos, puede
verse que el pa-trimonio de las 358 personas cuyos activos sobrepasan
los 1.000 millones de dólares –selecto grupo que cabe en un Boeing 747,
bien alimentados y probablemente también pre-ocupados por esa “lucha
contra la pobreza” para la que destinan algunos millones de dóla-res
desde sus fundaciones– supera el ingreso anual combinado de países en
los que vive el 45% de la población mundial. Con esos datos en la mano
no pueden caber dudas que la situación actual es tremendamente injusta y
que la pobreza no tiene más explicación que la mala distribución de la
riqueza. No es un destino “instintivo”, definitivamente. Y aunque
algunos (Onassis o Maradona, por dar unos ejemplos) hayan salido de
pobres proviniendo de estratos humildes, eso no es la regla sino la más
radical excepción.
La cuestión, entonces, pasa
por ver cómo se combate ese flagelo de la pobreza, y más aún su
expresión descarnada: la miseria. ¿Cómo se da esa lucha?
Ahí
está la cuestión de fondo: la pobreza no es sino el síntoma visible de
una situación de injusticia social de base. En ese sentido “pobreza”
significa no ser capaz de controlar la propia vida, ser absolutamente
vulnerable a la voluntad de otros, rebajarse para conseguir sus fines
propios, empezando por el más elemental de sobrevivir. Junto a ello, la
pobreza significa no tener la oportunidad de una vida mejor en el
futuro, estar condenado a seguir siendo pobre, con lo que la vida no
tiene mayor atractivo más allá de poder asegurar la animalesca
sobrevivencia, si es que se logra.
La miseria
en que vive tanta gente no es sino la expresión descarnada de la
injustica de fondo en que está basada nuestra sociedad planetaria. Por
tanto, luchar contra la pobreza y contra la miseria debe ser una acción
dirigida a modificar esa injusticia. No es la miseria el objetivo final
de esta lucha, como no lo podrían ser, por ejemplo, los niños de la
calle, o la delincuencia juvenil, que son los efectos, las
consecuencias. Esos son los síntomas visibles de fenómenos complejos. La
lucha ha sido y continúa siendo la lucha por la justicia. Como dijo
Joseph Wresinski: “Allí donde hay hombres condenados a vivir en la
miseria, los de-rechos humanos son violados. Unirse para hacerlos
respetar es un deber sagrado”.
Ponencia presentada
en el Coloquio Internacional “La miseria es violencia”, de la Asociación
Cuarto Mundo / UNESCO. París, Francia, enero de 2012.